viernes, 4 de junio de 2010

Aguas para navíos de tres puentes - Una excursión al Lago de San Martín de Castañeda en 1847

Chronica Minora

En la revista "Semanario Pintoresco" se publicó en 1852, concretamente en su número 48 de 22 de noviembre, un largo artículo dedicado al Lago de Sanabria (Zamora). El relato, a medio camino entre la estampa costumbrista y la evocación poética, es la crónica de un viaje en la que se deja sentir con fuerza la impronta del romanticismo decimonónico. Al margen de su interés específicamente literario, el viaje proporciona algunas noticias relevantes sobre la situación del monasterio de San Martín de Castañeda en los años posteriores a su desamortización, así como una breve descripción de la Isla de las Moras y las ruinas del palacete-pescadero del Conde de Benavente. Acompaña al artículo un magnífico grabado del Lago de Sanabria, realizado a partir de un dibujo antiguo de los propios monjes cistercienses.
El texto viene firmado por "El Hijodalgo", quien dice ser originario de tierras cántabras y haber realizado su periplo por Sanabria en 1847. Se transcribe a continuación una versión extractada de su contenido:

"He viajado por tierras tan desconocidas cono las islas del mar Pacífico, y más dignas de curiosidad, todo sin salir de España. Esclavo de mi conciencia, hubiera creído faltar a los deberes que allí me llevaban, si me hubiese detenido a tomar una nota o bosquejar un monumento; hoy me lastimo, y aunque no me arrepiento, conozco hubiera sido también servir a mi patria. El que más ha perdido soy yo, y esto me consuela. Sólo me quedan recuerdos, y antes que una vida agitada acabe de borrarlos, quiero contar algo sobre el lago de San Martín de Castañeda.
El día de San Juan de 1847 salí de Doneé, pueblecito situado al pie de la sierra divisoria de los antiguos reinos de León y Galicia, despidiéndome de su hospitalario párroco, que es también el mejor cazador de la Sanabria, y aún do toda la provincia de Zamora. Mis compañeros de viaje eran, un antiguo oficial de caballería que había hecho la guerra contra Cabrera, y un licenciado de ejército de la misma procedencia, tan valiente como tuno, según más adelante pude conocer. Servíame éste de espolista, cocinero y ayuda de cámara, conduciendo en un rocín el arsenal heterogéneo, necesario en una comarca donde se hallan menos víveres y comodidad que en Sandwict o Taití. Después de atravesar una sierra estéril , bajamos al hondo valle, donde el pueblecito de Trefacio ostenta una linda iglesia en medio de arbolados. Parece una cañada del Asia Menor, arrojada en medio de aquella tierra salvaje. Continuamos aún bastante tiempo subiendo y bajando cerros, por unos caminos que pudieran llamarse canales en seco. En vano, apoyándome sobre los estribos, alargaba mi ya bastante larga persona; nada veía más que las zarzas y espinos de ambos lados del camino. Su anchura correspondía a las demás cualidades, y un carro del país, que venia en dirección contraria, nos obligó a retroceder casi un cuarto de legua, para hallar un sitio donde, como si asaltáramos una barricada, pasamos por entre el carro y las zarzas, dejando en estas parte de la ropa, por trofeo del vencimiento.
Lo dí todo por bien empleado, porque a doblar la última loma se ofreció a mis ojos, de golpe, un espectáculo soberbio, y el más adecuado a mis gustos. Inmóvil sobre mi caballo, en lo alto del cerro, veía a mi derecha el convento y pueblo de San Martín de Castañeda; un edificio magnífico, en medio de las más ruines cabañas; a la izquierda un bosque intacto desde el diluvio; al frente una sierra, un peñasco, más bien gigantesco, sin un árbol, sin una mata; a mis pies el lago, tan claro y terso que la razón sola podía conocer que aquella masa, del azul más puro, era líquido y no cristal. Aunque la mañana estaba avanzada, el sol, que asomaba por detrás de la montaña, en cuya ladera está el convento, no alcanzaba a éste con sus rayos, y sumido en oscuridad relativa, parecía aun más misterioso y poético; en cambio, lo verde del bosque, el azul del lago y los blanquecinos peñascos de la sierra, brillaban en todo su sencillo, al par que grandioso esplendor [...]
Y apretando las espuelas llegamos al convento a la sazón que salia su antiguo prior, hoy párroco del pueblo. No sé que especie de masonería existe para los que han nacido entre montañas, que al momento se entienden si en ellas se encuentran. Son una especie de madre común que conoce a todos sus hijos, y en el modo de gozar estos de su regazo se reconocen también por hermanos. A muy pocas palabras que con el prior cambié, se nos franqueó la celda prioral y las provisiones de un fraile Bernardo; no digo más en su elogio. Satisfecha la hambre del viajero, el montañés volvió a sus instintos; y como durante el almuerzo se habló de una fuente muy rara, situada al otro lado del lago, en frente del convento, me propuse verla [...]
¿Qué clase de obstáculos existen? Vadear el Tera por los cañales (me contestaron), cosa que algunos hacen, y seguir después la orilla del lago, hasta encontrar la fuente, cosa que nadie ha hecho. -Pues debe ser lo mas fácil.- Así parece desde aquí, me dijo el prior abriendo un balcón, desde el que todo el lago y sus márgenes se divisaban; pero aquellos montones de rocas que forman la orilla, le parece a V. fácil trepar por ellas, y ni posible es; aún es más temerario intentar cruzar por los matorrales que de entre ellas nacen, y suben por toda la pendiente hasta formar el bosque impenetrable; en cuanto a lobos y culebras, que tampoco faltan, es lo de menos.- Tiene V. razón, contesté, y fuera más prudente dormir la siesta en la poltrona prioral; pero he perseguido a las gamuzas en los picos de Sejos, y a los jabalíes en los montes de Palomera, con todos los obstáculos que V. me pinta, y uno además, algo más serio: la nieve. Así que... hasta la vuelta [...]
Nada tenía esta de particular al pronto, pero después... después de gastar dos horas largas en la más fatigosa y arriesgada expedición que jamás emprendí, me volví cuando precisamente llegaba a pocos pasos de la maldita fuente. Tuve el trabajo y no la gloria. Así me sucede en todas mis empresas. Un tomo no bastaría para describir lo que sufrí, y aún hoy se me eriza el cabello al recordar cuando, dejándome deslizar por una roca, creyendo alcanzar otra con los pies, me faltó media vara, cuando ya mis brazos agarrotados no podían sostener el peso del cuerpo, ni volver atrás. A más de veinte pies me esperaba en la caída, no el lago, que eso fuera lo menos temible, sino una cama de peñas aguzadas en las formas más caprichosas. Con una resolución desesperada me dejé caer a plomo sobre la punta de la roca inferior, no más ancha que la palma de la mano, y logré sin mantener el equilibrio, hacer nuevo empuje para lanzarme a otra situada al costado, y muy pendiente, a la que me aferré como pude, destrozando las uñas para salvar lo demás. No se pueden describir cosas semejantes.
Volví al convento cabizbajo y mohino, y gracias a la suculenta comida preparada en mi ausencia, no me quedó de mi empresa sino la satisfacción de haberla intentado, y... algún escozor en las desolladuras. Debió, no obstante, conocer el bendito prior que la fuente me ocupaba todavía, y con aquella sorna que los hombres de experiencia gastan con los entusiastas, empezó a decir en voz melosa, que él “había ido a la fuente con más comodidad que en la carretela de mejores muelles, con un movimiento sosegado y blando, como el de... una lancha”. -Una lancha! Hablarais, santo varón, para mañana. ¿Una lancha? ¿Dónde está? ¿A quién hay que pedirla?- Ea, ya volvemos a las andadas; cachaza, cachaza, y todo se arreglará [...]
Ya no era cosa de reparar en pequeñeces, y nos lanzamos al Ponto, aunque precisamente entonces empece yo a temer, porque si siempre me ha parecido bien atreverme a lo que otro hombre se atreva, un borracho no es un hombre. Previne a los remeros que se dirigieran a una islita situada a la parte superior del lago; pero tantas islas, penínsulas, y aún nuevos mundos, tenían en su cabeza, que tan pronto íbamos a un lado como a otro. La Providencia debió ser la que a la isla nos condujo. Esta es muy pequeña; sólo tiene algunos arbustos, y las ruinas de una casita edificada por los condes de Benavente, antiguos dueños del lago. Si no temiera extenderme demasiado, contaría también la historia de la ruina y abandono de la casita; pero una noche tempestuosa, un lago cuyas aguas crecen y todo lo tragan menos una débil barquilla, y en ella una condesa en deshabillé, y un paje poco más o menos que en sus brazos la salvó, o la perdió, sobre lo que hay opiniones, son cosas más interesantes vistas que escritas.
Desde la isla nos dirigimos a la fuente, y cuando las cabezas de nuestros remeros, ya más frescas, iban disipando mis temores, una nueva circunstancia los reprodujo con más fuerza. Me tengo por buen nadador, y mirando las cosas por el último lado que siempre las miro, por el del egoísmo, me dije a mi mismo que en un fracaso podría llegar nadando a la orilla. Pensaba esto, cuando un ladrido me hizo volver la cabeza. Numancia se había quedado en la isla. Hice volver la lancha, y cuando faltaba poco para llegar, la perra se echó al lago nadando hacia nosotros: medio minuto tardaría en emparejar con la lancha; quiso subir y no pudo; al cogerla por el pescuezo conocí la causa, sintiendo en mi mano el agua más fría que jamás he palpado, y que es seguro no sufrirá un ser humano [...]
Un fuerte olor, corno de huevos podridos, me dijo antes de llegar a la orilla, que la buscada fuente era de las sulfurosas. ¡Oh poder de una imaginación joven! me creí descubridor de un tesoro, y veía la humanidad podrida levantándome estatuas [...] El manantial que ví es tan escaso, que no pasará de una pulgada cúbica. En cambio tiene una agradable temperatura, como de agua tibia, y está sumamente cargado del principio sulfúrico. En dos segundos tiñe de negro una moneda de plata, y en la roca donde brota, a la altura de dos o tres varas sobre el nivel del lago, deja abundante sedimento blanco, parecido al hollín. Esta fuerte saturación paréceme que anuncia un gran depósito, que debe tener más desaguaderos a la inmediación, o bajo el nivel de las aguas del lago [...]
Volvimos a cruzar el lago por todo su ancho, y desembarcamos al pie del convento. Al ver el porrazo que el exoficial se dio por saltar más pronto a tierra, sin contar con el balance del bote, se me figuró ver a César en circunstancia parecida, diciendo a la tierra de África: "no te me irás; te tengo entre mis brazos". Ni volveré más al agua, debió añadir mi hombre en sus adentros, a juzgar por la mirada significativa que volvió al lago, al bote, y al cielo, por fin, en acción de gracias sin duda. ¡Con qué placer gozamos después de la cena, de la conversación del buen prior y de su tranquilo sueño! ¡Con qué sentimiento nos despedimos al día siguiente!
He sido un fiel narrador de lo que vi por mis ojos y toqué con mis manos. El plano del lago que ofrezco a mis lectores como objeto más curioso y antiguo que exacto, se debe a la bondad del prior Don F. C. (permítame poner sus iniciales en prueba de agradecimiento). Debió ser diseñado por algún religioso del convento, donde existía desde tiempo inmemorial. La escuela flamenca y el daguerreotipo nos tienen cansados de paisajes admirables y exactos; vaya pues uno raro. Si lo bautizara con el nombre de uno de aquellos grabadores alemanes de la Edad Media, se admiraría; no sé por qué se ha de tener en menos la obra de un fraile español reproducida por el señor N.
Para concluir, y en obsequio de los hombres metódicos que se fijan en lo positivo, diré que el lago de San Martín de Castañeda está entre las sierras que dividen las provincias de Orense, Lugo y Zamora; en territorio de la última, y tres leguas al N. E. de la Puebla de Sanabria. Tiene media legua de largo y un cuarto de ancho, poco más o menos. Admitiría navíos de tres puentes, hasta atravesar a las orillas; tal es su profundidad. Fue propiedad de los condes de Benavente, que le cambiaron al convento por los pastos do la sierra inmediata. En la era de libertad y ventura se vendió por mil duros, en papel, por supuesto. El convento también se ha vendido en poco mas, o acaso menos, de lo que costaría el hierro de sus balcones. A nadie inculpo; me lamento sólo. Ahí tenéis lo positivo, dejadme lo ideal". EL HIJODALGO.
Imágenes: 1. Panorámica del Lago de Sanabria; 2. Iglesia del monasterio de San Martín de Castañeda; 3. El río Tera en Ribadelago; 4. Lago de Sanabria y 5. Plano del Lago de Sanabria según grabado del "Semanario Pintoresco" [1847].

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