Saqueo de Madrid por las tropas francesas , según un grabado del siglo XIX |
Desde el comienzo de la retirada del ejército de Moore el desorden y la indisciplina hicieron mella en la tropa. Esto se debió a las marchas forzadas, a las deficiencias en el avituallamiento, al mal tiempo, al deplorable estado de los caminos y, sobre todo, a la sensación de derrota por una retirada absurda y ultrajante para muchos. Añádase a todo ello la imposibilidad de medirse con el enemigo en campo abierto.
La huida de los ingleses de Benavente fue tan precipitada, que tuvieron que dejar en los hospitales a sus enfermos y heridos. Para evitar que los franceses utilizaran los suministros quemaron sus almacenes y efectos, y mataron todos los caballos heridos o cansados que les embarazaban. Los benaventanos, y luego los franceses, quedaron horrorizados al encontrar varios centenares de caballos muertos a tiros de pistola esparcidos por el campo.
El propio Napoleón, encolerizado por su frenética persecución, se haría eco de la situación: "Los ingleses no sólo han cortado los puentes, sino que incluso han hecho saltar los arcos con minas, conducta bárbara e inusual en la guerra, y que deja al país en una ruina. Tienen también horrorizado al país. Se han llevado todo, bueyes, colchones, mantas y han maltratado y golpeado a todo el mundo. No hay mejor calmante para España que enviar allí un ejército inglés".
El recibimiento que recibió el ejército inglés en Benavente entre los días 26 y 29 de diciembre de 1808 fue tan frío como el propio tiempo reinante. Los benaventanos fueron pronto conscientes de lo delicado de la situación: los británicos estaban en realidad sólo de paso. Se retirarían en breve abandonándolos a su suerte, lo cual significaba la inmediata ocupación por el grueso del ejército napoleónico y las temidas represalias.
A la llegada de la vanguardia inglesa, el día 26 de diciembre, la primera preocupación de buena parte de la tropa no era otra que encontrar alcohol. Esta fue una peculiar práctica insistentemente repetida en todas las localidades de la ruta. Como no siempre contaban con dinero para adquirirlo, algunos soldados se arrancaron los botones de sus casacas con la esperanza de hacerlos pasar por dinero inglés. Pero otros pasaron directamente a la acción, y se afanaron en localizar las bodegas de la villa y saquearlas.
Arrastraron los toneles a la calle y los acribillaron a tiros de mosquete a fin de agujerear la madera y poder saborear el caldo. En su ímpetu varios de estos toneles acabaron rodando por las calles, se hicieron pedazos y el vino se derramó en busca de las alcantarillas. Los soldados, desesperados por su afán de escapar de los padecimientos sufridos mediante la embriaguez, llegaron a recoger el preciado líquido en sus gorros reglamentarios y a beberlo mezclado con barro y todo tipo de inmundicias. Como diría Ford, algunos años más tarde, los vinos hispanos "fueron más fatales para los soldados de Moore que los sables franceses".
Armones de artillería abandonados en la retirada de Moore, según Vernet |
Un oficial inglés da muerte a su caballo, según Vernet |
Caballos abandonados en la retirada de Moore, según Vernet |
La siguiente anécdota, relacionada con las bodegas del monasterio de San Francisco de Benavente, procede de las memorias de Robert Blakeney. Durante la Campaña de La Coruña, Blakeney sirvió en el Primer Batallón del 28º Regimiento, unidad que formaba parte de la Brigada de Disney, dentro de la División de Reserva de Edward Paget. Llegó a alcanzar el grado de capitán y al acabar la guerra hispana se retiró a la isla griega de Zante, donde decidió redactar sus memorias militares. Fueron publicadas en Londres, en 1899, bajo el título: "A boy in the Peninsular War. The services, adventures and experiences of Robert Blakeney subaltern in the 28th Regiment an autobiography edited by J. Sturgis". Su testimonio fue recogido recientemente por CH. Summerville, a quien seguimos en la traducción:
"Después de la destrucción del puente de Castrogonzalo, llegó el 52º Regimiento a Benavente. A pesar del desfallecimiento padecido por el agua y el frío, los hombres no conseguían encontrar ni tan sólo una pinta de vino, ya fuera por caridad o dinero, inclusive por la mera humanidad que en las circunstancias en que nos encontrábamos hubiese movido a la mayoría de los hombres a realizar un acto caritativo de generosidad. Tras las repetitivas súplicas que buscaban conmover los sentimientos y los obstinados rechazos obtenidos, el teniente Love recibió a un sargento de su compañía que le informó que, en una de las casas pertenecientes al convento en el que se alojaban, había descubierto una pared que parecía haber sido tapiada recientemente, por lo que se podía colegir que escondía algo de vino. Love decidió abordar a los frailes a los que rogó le concedieran algo de vino para sus hombres, ofreciendo pronto pago del mismo. El grande y rechoncho abad insistía en negar por toda una larga lista de santos, que en aquella casa hubiese una sola gota de vino. Love, en aquel entonces un hombre muy joven, no era alguien que se rindiera fácilmente.De modo que, tras hacer un reconocimiento del lugar se hizo amarrar en una cuerda y descendió a través de una suerte de tragaluz al interior de la casa siguiendo las indicaciones dadas por el sargento: según le había explicado, se trataba de una pared recientemente tapiada que había podido observar a través de una grieta en una puerta con numerosos candados. Una vez que tocó suelo, la cuerda volvió a ser izada y descendieron de este modo otros dos hombres de la compañía. La fortuna quiso que encontraran un tronco de buen tamaño, que atado con unas cuerdas hizo las veces de ariete con el cual, tras cuatro o cinco embates bien dirigidos lograron derribar aquella pared recientemente levantada. Una vez que consiguieron pasar del otro lado a través de la brecha abierta, se encontraron con el mismísimo sanctorum de Baco: allí había suficiente vino para repartir generosamente a cada miembro de la compañía. El brioso caldo estaba en el interior de una gran cuba y cuando comenzaron a extraerlo ordenadamente para dárselo a los soldados que tiritaban en sus uniformes empapados, apareció el rechoncho religioso a través de una trampilla y pidió en forma risueña que le concedieran un último trago antes de que acabaron con todo.
A lo cual respondió uno de los hombres: ¡Por Júpiter! Cuando el vino era aún suyo se comportaba como un condenado tacaño. Pero ahora que es nuestro, ¡le enseñaremos cómo funciona la hospitalidad británica y le daremos un buen trago! Y diciendo esto, agarró al rollizo sacerdote y le hundió la cabeza dentro de la cuba. De no haber sido por Love y por varios otros oficiales que llegaban en ese momento a la bodega, aquel franciscano devoto de Baco probablemente habría corrido la misma suerte que George, duque de Clarence , excepto en que este vino no era un Malmsey".
San Francisco de Benavente a finales del siglo XIX |
Restos del monasterio de San Francisco de Benavente |
Restos de la bodega de San Francisco de Benavente |
Restos de la bodega de San Francisco de Benavente |
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