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martes, 20 de octubre de 2015

La Cruz de Peñalba - Alma del Bierzo en cuerpo de latón


Anverso de la Cruz de Peñalba

La Cruz de Peñalba es una de las muestras más interesantes de la orfebrería de la monarquía asturleonesa que hoy conservamos. Es, sin duda, una de las piezas más destacadas y visitadas de los ricos fondos del Museo de León y, por ello, disfruta desde 2007 de un espacio privilegiado para su exposición en las modernas y céntricas instalaciones del edificio Pallarés.
Como ocurre con otras piezas antiguas relevantes depositadas en los museos, cuenta con su particular historia, no exenta de sus luces y sus sombras. El debate permanente abierto en nuestro país sobre la propiedad, la custodia, la exhibición y el destino final de nuestro patrimonio mueble, en todas sus facetas: histórico, artístico, archivístico, etnográfico, etc., ha salpicado repetidamente a la presea. El asunto de fondo es, otra vez más, si los bienes de los museos nacionales y provinciales deben retornar, cual hijo pródigo, a sus respectivas patrias originarias.
Lejos de resolverse esta cuestión desde el sosiego, en los foros más adecuados, con planteamientos técnicos y la participación de los profesionales de la materia, ha saltado al ruedo de la actualidad mediática, cuando no del ruido mediático, y ha dado lugar a encendidas polémicas donde no faltan argumentos políticos, identitarios o, simplemente, sentimentales. 
Nuestra cruz pertenece al amplio repertorio del arte de los tesoros de las iglesias, donde se incluyen piezas de muy variada tipología y tradición. Su conocimiento nos acerca a los usos litúrgicos de la Iglesia hispana y, en definitiva, a la espiritualidad de los primeros siglos medievales. No obstante, su riqueza material es más aparente que real. A diferencia de otras joyas prerrománicas más solemnes, confeccionadas en oro, plata, marfil, nobles maderas o piedras preciosas, en este caso se eligió el latón: una aleación de cobre y cinc de color amarillo pálido, aunque susceptible de un brillo y pulimento similar al oro.
Su modesta apariencia y el hecho de no haber sido confeccionada con materiales preciosos le han relegado siempre a un papel secundario en los tratados de arte, a larga distancia de otras joyas altomedievales y de otras cruces consideradas mucho más sublimes y primigenias, como las visigodas de Guarrazar o Torredonjimeno, las asturianas de la Cámara Santa o la cruz de la catedral de Santiago de Compostela. Todas ellas son, o eran, de oro, plata y pedrería, de exquisita labor y gran belleza plástica.
Tal vez por todo ello nuestra cruz carece de un estudio mínimamente exhaustivo y las aportaciones existentes se limitan a breves reseñas en obras generales, o fichas en catálogos de exposiciones. Este sambenito de “hermana pobre” ha venido acompañando su existencia, pero a pesar de ello siempre ha tenido su hueco en la corta serie de cruces altomedievales del arte hispanocristiano conservadas en la actualidad.
Hay suficientes datos para afirmar que en el período de la monarquía asturiana, y posteriormente de su continuadora la monarquía leonesa, se produjo abundante y rica orfebrería. Las cartas de donación y dotación de iglesias y monasterios son bastante explícitas y orientadoras en este sentido. Sin embargo, al siglo XXI ha llegado un número de cruces muy restringido. Destrozadas hasta el absurdo las cruces asturianas, después del incalificable robo de agosto de 1977, y desaparecida la gallega en 1906, pocos ejemplos quedan hoy que podamos considerar completos y originales. En su estado actual, la Cruz de Peñalba presenta un aceptable estado de conservación, si bien una restauración historicista le ha conferido un aspecto que probablemente no tuvo en sus orígenes. Aún así, muestra un fascinante equilibrio entre sobriedad y elegancia.
Como ocurre con tantos otros exponentes destacados del patrimonio artístico español, fue Manuel Gómez Moreno quién primero describió la pieza con su rigor y clarividencia acostumbrados. Sus breves pero atinadas frases sentaron cátedra y proporcionaron las claves esenciales para su interpretación. No obstante, deben mencionarse algunas referencias anteriores y posteriores igualmente meritorias, muy importantes para conocer la trayectoria de la joya y profundizar en su estudio.

La historia de la pieza

Estamos ante una joya de conocimiento muy reciente, pues no se dispone de ninguna referencia a ella anterior a su llegada al Museo de León a finales del siglo XIX. A falta de un rastreo en los libros de fábrica de Peñalba y en los fondos del Archivo de la Catedral de Astorga, labor que no se ha podido realizar para este artículo, el estudio de la trayectoria de la pieza ha de basarse exclusivamente en las referencias bibliográficas.
La existencia de nuestra cruz pasó totalmente desapercibida a cuantos autores se ocuparon de Santiago de Peñalba durante los siglos XVI al XIX. En las obras de Morales, Sandoval, Yepes, Flórez, Quadrado o Giner de los Ríos no se hace la menor mención, a pesar de haber tratado, de una u otra forma, de la historia y el arte del monasterio berciano. En el caso de Ambrosio de Morales la falta de noticias tanto en sus “Antigüedades” como en su “Viage” es especialmente significativa pues el propósito de su “Viage” era, precisamente, el de identificar las reliquias, sepulcros, libros y objetos existentes en las iglesias y monasterios, y de hecho se ocupó largamente de describir y alabar las cruces de la Cámara Santa en su vista a Oviedo, así como alguna que otra joya berciana.
Uno de los primeros autores que se detiene en detallar algunas de las joyas y objetos litúrgicos existentes en Peñalba, ya en el siglo XIX, es el poeta y escritor berciano Enrique Gil y Carrasco. En una serie de artículos sobre la geografía del Bierzo publicados en la revista El Sol en 1843 recoge las impresiones de su estancia en la iglesia mozárabe:

“El vicario nos enseñó entre varias reliquias de San Genadio una especie de bolos con que el santo se entretenía en sus horas de recreo, la reja de hierro en que dormía en su cueva y una argolla del mismo metal que sin cesar traía rodeada al cuerpo; pero lo que más nos llamó la atención fue un cáliz de aquel tiempo, de extraña y tosca figura, con la patena exactamente ajustada a la boca y que alrededor tiene el nombre del donador”.

Son los conocidos como “cáliz y patena del abad Pelayo”, hoy en el Museo de Louvre, pero como vemos ninguna alusión a nuestra cruz.
En el último tercio del siglo XIX varios objetos de valor salieron de Peñalba, la mayoría con las bendiciones o la connivencia de las autoridades eclesiásticas de Astorga. El periplo seguido por estas piezas es rastreable solamente en algunos casos, pues las informaciones son confusas y todo quedó diluido en un gran oscurantismo. Como afirma Fermín López Costero, no podemos conocer con exactitud si todas estas joyas continuaron en la iglesia hasta su enajenación o fueron trasladadas en algún momento a Astorga para una mejor custodia. Además del cáliz y la patena, hay que anotar un copón de plata (que fue fundido en Astorga), una naveta de Limoges (desaparecida) y un pequeño crucifijo de cobre del siglo XIII (vendido).
Es Ramón Álvarez de la Braña quien primero describe la cruz en un artículo escrito en Ponferrada el 25 de septiembre de 1879. Para entonces la pieza ya no se encontraba en Peñalba, sino en el Museo de León. Ofrece también una primera lectura de la inscripción y atribuye su realización al rey Ramiro III de León (966-985):

“De ella [de la iglesia de Santiago de Peñalba] procede la cruz votiva de estilo bizantino, que posee el Museo Arqueológico Provincial de León y que le fue donada hace pocos meses por el Ilustrísimo Señor Obispo de Astorga. En los brazos de la misma hay la siguiente inscripción: In nomine domine nostri Jesu Christi ob onorem sancti Jacobi Apostoli Ranemirus rex ofert. ¿Con qué motivo importante ofreció D. Ramiro III a dicha iglesia objeto tan piadoso?”.

La noticia coincide con los escasos datos proporcionados por los inventarios del Museo de León donde, efectivamente, consta el ingreso en 1879 y la donación por el obispado de Astorga.
Ramón Álvarez de la Braña, perteneciente al Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios y figura muy relevante del panorama cultural leonés de la época, no debió ser un simple espectador de esta operación. Aunque no disponemos de datos precisos, es muy probable que en su calidad de vocal y secretario de la entonces Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de León participara en las negociaciones o facilitara las gestiones necesarias para la entrega de la cruz. De hecho, en 1898, cuando el Estado se hace cargo del Museo de León, fue nombrado primer director del mismo. De sus desvelos por la adquisición de piezas para esta institución da cuenta Luis Rodríguez Seoane en 1894:

“Ni debe tampoco omitirse, que el rico Museo arqueológico, establecido en León e instalado en el magnífico edificio de San Marcos, es en gran parte debido a la valiosa cooperación del Sr. Álvarez de la Braña que [...] lo enriqueció con interesantes adquisiciones realizadas en varios puntos del territorio legionense. Puede de esta suerte admirar hoy el erudito viajero, en tan precioso museo, desde los más ricos ejemplares de la civilización visigótica y siglos posteriores de la Edad Media”.

El propio Álvarez de la Braña se atribuía en 1894 otras adquisiciones procedentes del Bierzo:

“En el salón del artesonado hay expuestos tres objetos de gran valor arqueológico: un Cristo de marfil, bizantino [...] y dos estatuas de madera que conservan restos de su estofado, pertenecientes al período de transición del románico al gótico [...] Fueron traídas al Museo por el autor de este artículo, procedentes de la románica iglesia de San Esteban de Corullón, en el Bierzo”.

A finales del siglo XIX era Peñalba de Santiago una pobre aldea de unas 20 casas perteneciente al partido judicial de Ponferrada. La vida monacal hacía siglos que se había extinguido, incorporándose como dignidad mesera de la catedral de Astorga desde finales del siglo XII o principios del siglo XIII. La iglesia, convertida en parroquia, era servida por un cura de ingreso y presentación del cabildo de Astorga. En las fechas en las que se enajenó la cruz ejercía como cura encargado de Peñalba el ecónomo de Montes de Valdueza, Hilario Lobo Cadierno. Madoz en su Diccionario calificaba sus caminos en 1849 como “malas veredas casi intransitables”.
Todas las fuentes apuntan a que la cruz fue llevada directamente de Peñalba al Museo a instancias del obispo de la diócesis, pero en la bibliografía no existen mayores detalles. Para confirmar este extremo habría que sondear el archivo parroquial y las actas capitulares de Astorga, donde tal vez pudieran hallarse informaciones complementarias.
En 1879 era obispo de Astorga Mariano Brezmes y Arredondo, que disfrutó de tal dignidad entre 1875 y 1885. Anteriormente había ocupado la sede de Guadix también como obispo (1866-1875). Nacido en 1805 en la localidad leonesa de Marne, obtuvo una canonjía en la catedral de León como penitenciario, fue rector del Seminario Conciliar de San Froilán y llegó a participar en el Concilio Vaticano I (1869-1970).
Algún autor ha sostenido que ya en 1866, siendo canónigo y, por tanto, antes incluso de la creación del Museo Provincial, habría llevado la Cruz de Peñalba a León, extremo que no he podido confirmar documentalmente. En ese año de 1866 era obispo de Astorga Fernando Argüelles Miranda, que ocupó la silla episcopal entre 1858 y 1870. A partir de esta fecha y hasta 1875 la sede asturicense estuvo vacante.
El ingreso de la Cruz de Peñalba en el museo de León dio paso a una serie de donaciones que junto con las del obispado de León, la Diputación, el Ayuntamiento de la capital, la Sociedad Económica de Amigos del País y un grupo de particulares, contribuyeron a engrosar las colecciones de un museo inaugurado en 1869 y permitieron así formar una muestra museográfica de vanguardia.
En 1894 Ramón Álvarez de la Braña volvió a ocuparse de la cruz berciana. A través de un artículo sobre el Museo de León, publicado en La ilustración española y americana, conocemos algunos detalles interesantes. La pieza ya presentaba las letras “alfa” y “omega” y, seguramente, la “restauración” de la nueva pedrería. El autor describe la situación de la joya en las instalaciones de San Marcos, en la misma sala en la que se exponían varios objetos de cerámica y oro procedentes de las excavaciones de Lancia:

“En el mismo lado del claustro [que el Salón del Artesonado] encuéntrase otra sala, de menor capacidad que la anterior, ocupada por gran número de objetos antiguos [...] de la época cristiana merece citarse una cruz votiva, de metal, con piedras talladas en el anverso, las letras alfa y omega pendientes de dos de sus brazos, y en el reverso la inscripción, de caracteres monacales, siguiente: [se copia el texto de la inscripción]”.

Álvarez de la Braña informa también en este artículo del paradero del cáliz de plata de Peñalba, lo que confirma su particular seguimiento de los objetos procedentes del tesoro de su iglesia y su preocupación por el trasiego de bienes artísticos entre los capitulares de Astorga:

“Con la dedicatoria de este santo [San Genadio], tuvo Santiago de Peñalva un cáliz de plata cincelado con labores en su pie, de mérito grande, el cual vino a mano de un señor capitular de Astorga, quien lo regaló al Cardenal Moreno. Dícesenos que por los herederos de este príncipe de la iglesia se vendió en París”.

Respecto a la cruz sigue atribuyéndola a Ramiro III y añade que es “muy parecida a la tan celebrada de los Ángeles que posee la catedral de Oviedo [...] Es muy probable que la ofrenda del monarca cristiano tuviese por objeto el recuerdo de alguna victoria alcanzada contra los musulmanes en las escabrosidades del país berciano”. Estos datos sugieren que los añadidos de la Cruz de Peñalba se hicieron tomando como base la tipología de su homóloga asturiana. La atribución a Ramiro III fue, en todo caso, con la que se exhibió en el Museo de León durante bastantes años. En publicaciones leonesas de 1913 y 1920 sigue nombrándose a este monarca leonés como donante.
Las fotografías antiguas existentes del interior del museo, en especial las del fotógrafo leonés Winocio Testera, son muy indicativas sobre el tipo de instalación diseñado para mostrar la cruz. Aparece expuesta sobre peana de madera y guarnecida en vitrina de cristal, en una de sus primitivas ubicaciones: la Sala del Museo o “del Tesoro” en San Marcos.
Manuel Gómez Moreno fue el primer autor que analizó con rigor la pieza, estableció las claves esenciales para su interpretación y fijó la cronología en el reinado de Ramiro II de León. Su fascinación por todo lo relacionado con el templo mozárabe de Santiago de Peñalba le llevó a ocuparse de la joya en varias ocasiones. Durante el bienio 1906-1908, con motivo de la elaboración del Catálogo monumental de la provincia de León, tuvo ocasión de estudiar y fotografiar buena parte de los fondos del Museo de León. Se ocupa nuevamente de ella en 1919 en sus Iglesias Mozárabes, donde además de las fotografías incluye un calco completo de la inscripción dedicatoria.
En el Instituto Gómez Moreno de la Fundación Rodríguez Acosta se conservan las notas manuscritas tomadas en el museo por el arqueólogo granadino. Incluyen fotografías, un calco de la inscripción y un dibujo a mano alzada de la orla cincelada. Como curiosidad cabe mencionar que en el comienzo de la descripción se habla de una “cruz de plata dorada”, pero luego tacha la palabra “plata” y sobre ella escribe “azófar”.
En 1929 la joya participó en una de las primeras exposiciones de las que se tiene constancia. En el Catálogo Histórico y Bibliográfico de la Exposición Internacional de Barcelona de 1929-1930, figura bajo el número 215 con una reproducción fotográfica de la misma, acompañada de una breve ficha redactada en castellano y francés.
De la historia posterior de nuestra cruz hay que destacar algunas intervenciones de limpieza y restauración por parte de los conservadores del museo. En 1942, los archivos informan lacónicamente de una primera limpieza, curiosamente el mismo año de una relevante restauración de las cruces de la catedral de Oviedo. En 2002 los talleres del museo (E. Echevarría) realizaron una “limpieza, estabilización y eliminación de focos de acetato y oxidación y la presentación en un nuevo soporte expositivo”.
En 1993 se realizó una réplica facsímil a tamaño real con motivo de la exposición Orígenes, celebrada en Oviedo. En 1994 esta réplica viajó a Ponferrada para la muestra El Bierzo, piedra a piedra, organizada en la Casa de Cultura. Desde junio de 1997 se exhibe el facsímil de forma permanente en Ponferrada, en el Museo del Bierzo, en calidad de préstamo del Museo de León.
En la actualidad, desde 2007, la Cruz de Peñalba puede contemplarse en las modernas y céntricas instalaciones del Museo de León en el edificio Pallarés.
Desde el 14 de abril del año 2000, por aprobación del Pleno del Consejo Comarcal de El Bierzo, la Cruz de Peñalba fue incorporada como motivo principal en la bandera y escudo oficiales de la comarca, según diseño y estudio heráldico propuesto por el historiador Juan Antonio Balboa de Paz.
La Cruz de Pelba expuesta a las dependencias del Museo de León en el Convento de San Marcos
Una cruz de oro, ...de plata, ...de metal, ...de azófar, ...de latón

Los primeros autores que se ocuparon de la Cruz de Peñalba tuvieron algunas dudas sobre la materia prima empleada en su realización. Para Álvarez de la Braña se trataba de “una cruz de metal”, sin mayores precisiones. Gómez Moreno también tuvo sus vacilaciones y en una primera impresión la califica de “cruz de plata dorada”. En alguna ocasión se llegó a suponer que estaba realizada en oro, como recordaría en 1909 el propio erudito granadino: “mas no de oro como se ha dicho sino de azófar”. Recientemente Luis Grau ha puntualizado que el latón o el bronce sobredorado en zonas conforman el material básico.
Estas vacilaciones se justifican por el peculiar brillo y pulimento conseguido con el empleo del latón, muy similar al del oro, y con toda probabilidad intencionadamente buscado por los artífices. A falta de un análisis metalográfico que determine la exacta composición de la joya, conviene hacer algunas precisiones de carácter terminológico sobre la manufactura y la circulación del azófar o latón en la Edad Media.
Según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua la voz “azófar” es, efectivamente, equivalente a “latón”, esto es la “aleación procedente de cobre y cinc, de color amarillo pálido y susceptible de gran brillo y pulimento”. No obstante, existe también el vocablo más genérico “oricalco”, procedente del latín “orichalcum”, empleado para referirse indistintamente al cobre, bronce o latón.
Las aleaciones de zinc se han utilizado durante siglos. Piezas de latón datadas hacia el 1000-1500 a. C. se han encontrado en Canaán. Se sabe que la fabricación de latón era conocida por los romanos al menos desde el siglo I a. C. Plinio y Dioscórides describen la obtención de orichalcum por el procedimiento de calentar en un crisol una mezcla de cadmia (calamina) con cobre. El metal obtenido posteriormente era fundido o forjado para fabricar objetos. Es posible que algunos de los objetos romanos catalogados como de bronce en museos y colecciones arqueológicas sean, en realidad, de latón.
El vocablo castellano “latón” proviene del árabe latun. Por su parte “azófar” proviene del hispano-árabe: assófar < as-sufr “el cobre”, derivado a su vez de asfar “amarillo”. Felipe Maíllo ha precisado los pasos para llegar a la solución castellana, que serían: assufr > assofar > açofar > azófar. Según este autor es frecuente la identificación del azófar o cobre amarillo con el latón o el bronce. De hecho el léxico árabe carece de un vocablo específico para denominar el bronce. Aunque hoy el término azófar sea sinónimo de latón, en un principio estos vocablos eran tenidos por cuasi sinónimos. En árabe sufr equivale a cobre, mientras que el latón es, como hemos dicho, una aleación de cobre y cinc. Por todo ello “azófar” compitió tempranamente en la España medieval con el término “latón”, arabismo que acabó gozando de una mayor expansión.
Los artesanos y artífices hispanomusulmanes destacaron especialmente en la elaboración de objetos decorativos de bronce y latón, a menudo con aleaciones o baños parciales de oro y plata. Los artistas se entregaban a una profusa decoración incisa o cincelada: delicados motivos geométricos y vegetales, o las sempiternas inscripciones cúficas.
La proliferación de utensilios y ornamentos de este metal se justifica por sus favorables propiedades de cara a su manufactura. Se trata de un material fácilmente moldeable, con una temperatura de fusión inferior a la del hierro, el bronce y el cobre puro. El latón funde alrededor de 980º centígrados. Tiene buena maleabilidad y ductilidad. Presenta un excelente comportamiento y plasticidad en caliente y admite bien la deformación en frío, al menos cuando la aleación es rica en cobre.
En cuanto a su aspecto, la textura brillante y dorada del latón le confiere una especial belleza y tiene buena resistencia a la corrosión, sin que se precise ningún recubrimiento superficial. Tampoco se altera con los cambios de temperatura, ni se degrada con la luz.
El latón, a diferencia de otros metales considerados más nobles y valiosos, sirvió en los reinos peninsulares tanto para confeccionar objetos delicados y de alto valor añadido como para fabricar útiles y herramientas del menaje habitual de los hogares. Sánchez Albornoz, en su evocadora reconstrucción del León del siglo X, supone, apoyándose en textos diversos, la venta en el mercado de León de productos artesanales como trébedes, morteros, sartenes, cuencos y calderos, entre los que figurarían algunos de latón.
Cruces y objetos de latón para el mobiliario litúrgico de las iglesias también debieron ser comunes durante la época visigoda. Dentro del conjunto del llamado “tesorillo de Villafáfila”, y en relación con tres cruces patadas y recortadas sobre láminas de oro, se contabiliza un vástago de latón incompleto, de traza piriforme irregular, rematado en su extremo en botón, así como otros objetos de bronce. En opinión de Gómez Moreno, basado en los testimonios de los descubridores, esta pieza, “en unión de otras tres iguales formaba cruz”. Todo este conjunto se data en la segunda mitad del siglo VII.
La presencia de cruces de latón en la documentación medieval asturleonesa se constata desde muy antiguo. Así en la fundación de la iglesia de San Martín de Pontacre y Ferran, del año 853, el abad Pablo, el presbítero Juan y el clérigo Nuño dotaron el tesoro del templo con varias preseas, entre ellas “duas cruces de allaton”. Igualmente en una donación del abad Severo al monasterio de San Felix de Oca, del año 863, se entregaron “duas cruces, una de argenteo et altera de allatone”. En 1025 Gotina Núñez dio al monasterio de Sahagún tres cruces, de plata, latón y bronce: “I crux argentea de CCC solidos, alia crux de alatone, alia de heramine”. En este mismo documento se mencionan otros objetos, entre ellos una lucerna y un mortero de este metal.
Ya en el siglo XIII debe citarse una carta de la catedral de León. En 1290 Fernando Ruiz, obispo de León, recibe del deán don Alfonso Yáñez y del cabildo de la iglesia de León diversos ornamentos y objetos de culto, pertenecientes unos a la capilla vieja de los obispos y presentados los otros por el tesorero don Diego Yanes. Entre ellos: “una cruz de plata sobredorada con so pie de latón”.
Fuera de los ejemplos citados, las menciones específicas al latón en relación con el mobiliario litúrgico no son muy frecuentes en la documentación consultada. Es factible, no obstante, que algunos objetos de esta naturaleza estén englobados bajo otros conceptos más imprecisos o genéricos empleados por los escribas, como “aereus” o “aeratus”, en latín “de bronce” o “de cobre”. De Fuentes de Peñacorada procede una cruz de bronce, hoy el Museo Diocesano de León, con con una inscripción incompleta donde figura como donante un “famulus Dei Adefonsus...”. Para algunos el rey Alfonso III.
No fue la Cruz de Peñalba, desde luego, la única cruz preciosa o significativa existente en el territorio del Bierzo en los primeros siglos medievales. Tenemos noticia de la donación de joyas equiparables a otros monasterios de la comarca. Según un diploma del Tumbo Viejo de San Pedro de Montes, en 918 Ordoño II habría entregado a este cenobio, entre otros presentes, una “crucem argeteam similiter deauratam cum lapidis preciosis instructam”. Igualmente, el monasterio de los Santos Justo y Pastor de Compludo contó en algún momento con una “crucem argenteam similiter de aurata” debida a una donación, nada menos, que del rey visigodo Chindasvinto y su esposa Reciberga en 646. La crítica ha venido considerandos ambos documentos burdas falsificaciones, o al menos con evidencias de interpolación, pero esto no excluye que estas cruces efectivamente existieran y fueran atribuidas, con mayor o menor fortuna, a los mencionados monarcas.
En el famoso documento en el que San Genadio dota los monasterios de San Pedro de Montes, San Andrés de Montes, Santo Tomás y Santiago de Peñalba, y reparte entre todos ellos su biblioteca, asigna varias cruces de bronce. Al tesoro de San Pedro “calicem cum patena insuper evangelarium et coronas argenteas, signum, crucis et lucernas ex aere”. A San Andrés “vasa autem altaris, calicem argenteum cum patena et coronam, signum, crucem et lucernam aeream”. Curiosamente a Santiago de Peñalba no le asigna ninguna cruz, pero sí “in thesauro ecclesiae calicem, coronam et insuper evangeliare argenteum, lucernam et signum aereum”.
En el monasterio de Carracedo una cruz-relicario de plata llamó la atención de Ambrosio de Morales con ocasión de su “Viage”: “En una cruz de plata hay un poquito de Ligno Crucis: esta cruz tienen con gran veneración en el altar por sí en caxón de talla bien labrado”.
Como vemos, era habitual que los altares de las iglesias y monasterios hispanos contaran, no con una cruz, sino con varias cruces dentro de los objetos litúrgicos agrupados bajo el concepto de ministeria altaris. Con frecuencia los documentos señalan los metales con los que están confeccionadas y consignan algunos rasgos significativos de su decoración. La casuística es muy variada: cruces de oro, plata, bronce, marfil, hierro, bronce, cobre, latón, varias de ellas habitualmente doradas: “deauratam “, y con piedras adornándolas o pendientes: “gematas”,“cum lapidis preciosis instructam”, “pendilia”, etc. La riqueza, calidad y tamaño de estas joyas variaba lógicamente en función del rango social y económico de los donantes, pero también en relación con la naturaleza de la institución receptora y las diferentes funciones litúrgicas a las que estaban destinadas. De todas estas preseas, las más distinguidas y veneradas eran, por razones obvias, las entregadas por los miembros de la realeza.
Cuando los reyes Fernando I y Sancha dotaron espléndidamente la colegiata de San Isidoro de León el 22 de diciembre de 1063, entonces bajo la advocación de San Pelayo y San Juan Bautista, entregaron dos magníficas cruces: “... et crucem auream cum lapidibus conpertam, olouitream, et aliam eburneam in similitudine nostri redemptoris crucifixi”. Nada sabemos de la cruz de oro con piedras, que tal vez fuera griega como la de Peñalba, según la tradición hispanovisigoda. Pero se conserva en el Museo Arqueológico Nacional la otra: un extraordinario crucifijo de marfil, ricamente decorado, que es tenido por una de las primeras representaciones de Cristo fijado en la cruz dentro del arte hispánico.
En el monasterio de Samos existió hasta 1869, en que fue robada, una cruz ofrecida por el abad Brandila “et sociis eius” hacia 1061-1067. La tradición atribuía esta joya a una donación de Ordoño II de León (914-924), hijo de Alfonso III, “de feitura da que fixeron os anxos en Oviedo en tempos do rey don Alfonso o Casto”.



Tipología y decoración

La Cruz de Peñalba responde a un modelo muy extendido en época altomedieval como es el de la crux quadrata o cruz griega, también llamada cruz patada, compuesta de brazos trapezoidales, de la misma longitud y de ápices cóncavos, que convergen por su lado menor en un disco central. El disco central es en este caso doble, lo cual permite armar los cuatro brazos y dotar de consistencia a toda su estructura. Las dos chapas circulares se unen mediante ocho pequeños clavos, dos por cada brazo, de cabeza redondeada y remachados por la parte posterior del disco opuesto.
Sus medidas son 493 x 494 mm., con un espesor de las láminas de latón fundido de entre 3 y 5 mm. El medallón central tiene de diámetro entre 94 y 93 mm. Pesa en total 860 gramos. Es ligeramente mayor que la Cruz de los Ángeles (450 x 450 mm.) y la desaparecida Cruz de Santiago de Compostela (451 mm. de alto x 438 de ancho), y manifiestamente superior a la Cruz de Fuentes de Peñacorada (390 x 390 mm).
En el estado actual de conservación en el Museo de León, y sin entrar de momento en otras valoraciones sobre su aspecto original, la labor decorativa se circunscribe al cincelado de la cenefa, el burilado de la inscripción dedicatoria, el añadido de las letras “alfa y omega” y el engaste de la pedrería que cubre los cuatro brazos, los dos discos centrales y las letras apocalípticas. Para ordenar este programa decorativo se partió cuatro chapas trapezoidales de latón fundido, rematadas y reforzadas con una moldura perimetral en su anverso. Dicha moldura también está presente en la cara vista de ambos discos centrales.
La cenefa cincelada se extiende por el exterior de cada uno de los brazos de la cruz. Está enmarcada por dos listeles o finas líneas paralelas, a cuyo desarrollo se ciñe con rigor. La decoración se interrumpe bruscamente en la parte extrema del brazo inferior, donde se aprecian huellas de desgaste del metal y una deformación de la moldura. El desgaste puede deberse simplemente al antiguo soporte expositivo utilizado en las dependencias de San Marcos, pero la interrupción de la decoración hace pensar en algún tipo de dispositivo original para su sujeción o exposición, tal vez un vástago o astil para procesionarla o para su exhibición a los fieles, como se aprecia en algunas miniaturas altomedievales. También en el reverso del brazo inferior se tuvo en cuenta este soporte, pues la inscripción dedicatoria se aparta ligeramente del borde para dejar espacio libre. En todo caso, no sería una cruz concebida para ser colgada sobre el altar.
El labrado se realizó con cincel y martillo siguiendo un diseño previamente bosquejado sobre el metal. Al emplear planchas de latón de poco grosor, toda la labor del cincelador se acusa necesariamente en el lado posterior de la pieza, donde se aprecian los huecos en negativo del motivo. Es probable el empleo de pez, lacre u otros productos similares para fijar la lámina a un soporte y permitir un mayor control del cincel, tal y como han hecho tradicionalmente los orfebres con la decoración sobre cobre, plata y otros metales. En estos casos se calienta previamente la pez hasta que se derrite y se adhiere a la lámina.
El asunto decorativo consiste en un largo tallo ondulado, o serpenteante, en cuyo seno alberga una forma floral semejante a una palmeta o flor muy estilizada de sólo dos pétalos. El desarrollo de la cinta sigue un riguroso planteamiento rítmico y simétrico. Las palmetas se van alternando en la parte superior e inferior de cada una de las curvas. El aspecto del conjunto es muy similar al de otros motivos muy comunes en el arte romano y de los primeros siglos medievales como el trenzado de dos ramas o cabos formando roleos, asunto también presente en las orlas que decoran las páginas miniadas de los manuscritos Para Gómez Moreno estos tallos ondulados son “bizantino-andaluces”, y como “cruz bizantina” es presentada en sus obras, en definitiva una prueba más del mozarabismo de la pieza. El erudito granadino insistió en varias ocasiones en la raigambre califal de la decoración de Peñalba, con elementos decorativos (capiteles, modillones, alfiz y ventanas) de indudable estirpe andaluza.
El motivo decorativo se extiende a la cara vista del disco central, en el anverso de la cruz. Se aprecian aquí algunas peculiaridades que han suscitado algunas dudas sobre el correcto montaje de la cruz. Se ha supuesto que el disco medial se invirtió en algún momento, pues “se acusa su orla en repujado, igualmente que la de los brazos por su reverso”. Sin embargo, esta opinión no parece muy convincente por varias razones:
En primer lugar, el disco central en la cara que hoy está vista, en el anverso de la cruz, presenta la moldura perimetral rematada y vuelta hacia el espectador, al igual que ocurre con cada uno de los brazos. Por tanto, esta cara fue concebida desde un principio para ser expuesta.
En segundo lugar, el aspecto de la orla del disco, siendo el mismo motivo, es muy diferente a la huella que encontramos en el reverso de los brazos de la cruz. No parece que el metal esté rehundido o tenga un relieve acusado, como se observa con claridad en dichos brazos.
Por último, observando con detalle la técnica empleada para dibujar la orla en el disco se aprecian las mismas líneas en zigzag usadas para realizar la inscripción dedicatoria. Se trata de líneas minúsculas de cuidada factura. En su desarrollo forman ángulos alternativos, entrantes y salientes. Están grabadas con un instrumento muy preciso que no debería dejar huella en la cara contraria. Es un trabajo, desde luego, mucho más superficial y menos agresivo que el visto en los brazos, efectuado con un fino buril.
Por tanto, más que de un deficiente montaje hay que hablar de un cambio de técnica o de herramienta en la confección del motivo decorativo del disco. Tal vez el pequeño tamaño del disco y un menor grosor de la lámina aconsejaron no hacer uso de un profundo cincelado, evitando así perforar el latón y deteriorar la pieza.
Respecto a la pedrería y las letras “alfa” y “omega” pendientes, el análisis se complica enormemente al no contar con ningún dato sobre la situación original de la pieza, y no disponer de documentación alguna sobre la restauración de la misma.
Gómez Moreno ya dejó constancia en varias ocasiones de que la cruz estaba salpicada de chatones: “hoy enteramente nuevos”. En otra publicación afirmó que “fue restaurada con piedras falsas y letras pendientes”. Y en otro lugar añadió: “se deben a una mala restauración sus letras pendientes y los chatones con pedrería falsa”. El resto de autores no han hecho sino repetir esta valoración.
Dando por sentado que la intervención restauradora existió, y que Gómez Moreno debió conocer algunos pormenores de la misma, la cuestión principal es intentar determinar cuándo se produjo. Una segunda cuestión es si la Cruz de Peñalba tuvo pedrería en sus orígenes o en algún momento de su historia, o al menos reúne las condiciones necesarias para haberla tenido y, en caso afirmativo, intentar aportar alguna información complementaria sobre la base del estado actual de la pieza.
Cuando Ramón Álvarez de la Braña cita la cruz por primera vez en 1879 no menciona ningún detalle de la decoración o la pedrería. Simplemente la califica de “estilo bizantino” y transcribe la inscripción dedicatoria. Es en 1894 cuando este mismo autor describe la presea ya en el Museo de León y la presenta como “una cruz votiva, de metal, con piedras talladas en el anverso, las letras alfa y omega pendientes de dos de sus brazos”. 
No parece razonable una restauración anterior a su llegada al museo. Desde luego no en su trayectoria anterior en la iglesia de Santiago de Peñalba, y tampoco en una hipotética escala en Astorga. La intervención se hizo sobre la base de unos criterios historicistas y teniendo muy presente el modelo de la Cruz de los Ángeles de la catedral de Oviedo. A todo ello no debió ser ajeno Ramón Álvarez de la Braña, quien, recordemos, compara en sus escritos la joya berciana con la asturiana. 
Por tanto, dando por certeras las observaciones de Gómez Moreno, hay que suponer que la restauración tuvo lugar después de la entrega por el obispado de Astorga en 1879. No sabemos cómo se encontraba la pieza antes de estas fechas. Probablemente se le hizo un importante “lavado de cara”, previo a su exhibición en las salas del claustro de San Marcos de León. Para ello se siguieron unos criterios decimonónicos, discutibles sin duda, con la idea de presentar al público una joya que pudiera competir con sus hermanas mayores asturianas, o al menos recordar su estética.
Pero la Cruz de los Ángeles no tiene, ni tuvo, las letras apocalípticas, sino pendilia, de los que colgarían piedras preciosas como las de las cruces del tesoro de Guarrazar. El añadido de las letras “alfa” y “omega” en la joya berciana estaría basado en representaciones en piedra muy habituales del arte asturiano, en la miniatura medieval y, quizás, en los próximos relieves de la ermita de la Santa Cruz de Montes de Valdueza.
Los chatones, tal y como hoy se presentan, suman treinta piezas: seis en cada uno de los brazos distribuidos por parejas del mismo color, a los que hay que añadir cuatro más soldados en el disco central, una gran gema en el centro y otra algo menor en el reverso. El tamaño de las piedras de los brazos es similar al del ancho de la cenefa. En cada brazo de la cruz se incrustaron seis piedras, formando parejas del mismo color. Las más próximas a los discos son violetas y de forma oval, recordando amatistas. Las siguientes son verdes y de forma rectangular, evocando esmeraldas. Las de los extremos son azules y de tamaño ligeramente superior a las cuatro anteriores, sugiriendo zafiros. En el brazo inferior, donde pudo estar el astil, estas piedras son de un azul más claro.
La gran gema central del anverso es anaranjada, semeja una piedra de ámbar y se adivina en el centro de su talla una forma floral, o tal vez una cruz. La única piedra del reverso preside el medallón central y es de color violáceo.
Por último, en cada una de las letras se incrustaron ocho piedras más hasta sumar un total de 46 piezas. Se incluyeron aquí vidrios diminutos de tonalidades azules y rojas, a la manera de zafiros y rubíes. La unión entre las letras y la cruz se hizo a través de la soldadura de dos pequeños aros de metal, de los que actualmente penden sendas cadenas de cuatro eslabones. Todas las opiniones insisten en que se trata de letras añadidas, pero para Artemio Martínez Tejera “se conservan restos de los arcos fijos originales, signo inequívoco de su originaria disposición”.
Para Luis Grau todas estas piedras o pastas “no pueden ser originales tanto por el material (muy regular, sólo se han observado burbujas en el medallón ámbar), como por la técnica de talla (o moldeado), muy posterior a la fecha de realización de la cruz”.
El análisis de las fotografías antiguas puede contribuir a aclarar algunas de estas dudas, pero plantea nuevos y sorprendentes interrogantes. Las imágenes más antiguas disponibles son las reproducidas por Gómez Moreno en el Catálogo Monumental de León. La edición es de 1926, pero como es bien sabido el texto corresponde al trabajo realizado entre los años 1906-1908. La calidad y detalle no permiten hacer afirmaciones concluyentes, pero sí plantear varias reflexiones.
Aparece nuestra cruz sin las letras pendientes y con el aro de sujeción derecho roto o deformado. Pero lo más llamativo es que todas las piedras exteriores de cada uno de los brazos presentan una tonalidad blanca (la fotografía es en blanco y negro). Podrían corresponder con piedras transparentes, violáceas, o de cualquier tono similar, pero en ningún caso se acomodan con el azul oscuro exhibido en la actualidad. Además parece que faltan algunas piedras, si no todas, precisamente de esta zona exterior. En particular son más evidentes las ausencias en la zona inferior del brazo derecho y la izquierda del brazo superior. En su lugar se aprecian los engastes en hueco. Estas mismas fotografías fueron publicadas de nuevo en sus Iglesias Mozárabes, en 1919.
Las siguientes imágenes disponibles corresponden a la Guía Turística de León publicada en 1913. Aquí encontramos la cruz con el añadido de las letras “alfa” y “omega”, pero las piedras o engastes exteriores de los brazos siguen ofreciendo esa misma tonalidad blanquecina. Por último en el Catálogo Histórico y Bibliográfico de la Exposición Internacional de Barcelona de 1929-1930, la fotografía ya ofrece un aspecto compatible con el actual, con la pedrería exterior de tonalidad oscura.
La explicación más razonable a estas anomalías, pero siempre provisional, es que las fotos utilizadas por Gómez Moreno y reproducidas en su catálogo son anteriores a algunas de las intervenciones restauradoras, pues debió de haber varias. Tal vez fueron tomadas con anterioridad al año 1894 en que Álvarez de la Braña describe la presea en el Museo de León. En foto publicada en 1913 la cruz ya habría sufrido el añadido de las letras, pero no la reposición total de la pedrería, como ya consta en 1929. Otra opción, no excluyente, es que las letras apocalípticas fueran retiradas para la instantánea manejada por Gómez Moreno, pero estas ya se habrían realizado.
Al ser tan dudosa la cuestión de la pedrería no es prudente hacer lecturas simbólicas sobre la distribución de las mismas o su significado desde la numerología antigua como se ha hecho con otras joyas relevantes. El anverso de la Cruz de los Ángeles está decorado con 48 piedras preciosas. Schlunk considera que este número no es casual. Siguiendo las observaciones de E. Schramm, señala que ya desde el tiempo de las grandes invasiones dominaba un esquema numérico riguroso, construido sobre el fundamento de la cifra doce.
En cualquier caso el artista original, o bien el autor de la restauración, fue bastante meticuloso y cuidadoso a la hora de acomodar las piedras y sus engastes sobre la cenefa, produciendo un efecto rítmico y respetando al máximo los motivos decorativos. La clave para saber si hay indicios de la existencia de una pedrería anterior es analizar con detalle el desarrollo de la cinta de tallos ondulados, tanto en su anverso como en su reverso.
En el reverso resulta evidente que la cenefa se interrumpe en la parte posterior en las zonas donde hay huellas de engastes. Pero esta circunstancia puede ser atribuida al efecto de la soldadura del chatón sobre la plancha de metal. El calentamiento y el fundido de la misma puede haber producido una pérdida de la decoración original.
En el anverso las piedras y sus engastes no permiten ver con claridad si la orla continúa o no debajo de ellas. Pero sí vemos como el autor de la greca dejó algunos espacios en blanco, y esto lo sabemos porque las palmetas se van alternando en la parte superior e inferior de cada una de las curvas, y al llegar al intervalo donde se encuentra la piedra se altera la secuencia para continuar a continuación de la misma.
Es decir, el autor original de la greca en el siglo X tuvo ya en cuenta la necesidad de dejar unos huecos en blanco, con toda probabilidad para soldar posteriormente los chatones. El engaste de las piedras se solía hacer mediante capsulas independiente soldadas sobre las láminas de fondo. Una vez soldados todos los engastes, se incrustaban las piedras preciosas, replegando sobre ellas el borde o pestañas de la cápsula. La prueba de que dichas cápsulas fueron soldadas sobre la plancha después de la realización de la greca es que en el reverso quedaron las huellas de la soldadura sobrepuestas a la decoración.
Cuando la cruz llegó a manos de los restauradores de León es muy probable que ya hubiera sido despojada de toda o parte de su pedrería original, pero debieron existir algunos restos o huellas de la misma, lo que determinó el procedimiento a seguir.
El deterioro y la pérdida total o parcial de la pedrería debieron ser un problema habitual en la historia de este tipo de cruces. Debe tenerse en cuenta que era muy frecuente su exhibición pública, su salida en procesión y darlas a besar a los fieles que acudían a venerarlas a los tesoros de iglesias y monasterios. Tanto en la Cruz de los Ángeles como en la Cruz de la Victoria se observan faltas y reposiciones de gemas en momentos diversos anteriores a su robo en 1977.
Faltas similares también existían, según se aprecia en fotografías anteriores a su desaparición en 1906, en la cruz donada por Alfonso III a la catedral de Santiago de Compostela. En este caso el espacio dejado por los engastes se correspondía con la forma de una cruz latina, debido a que durante el siglo XVIII la pieza tuvo sobrepuesto el llamado crucifijo de Ordoño II, hoy conservado en el tesoro de la basílica.


Calco de la inscripción según Gómez Moreno
La inscripción y su cronología

La Cruz de Peñalba cuenta con una inscripción solemne que da cuenta de la identidad del donante y su dedicación. El texto se reparte en el reverso, en los cuatro brazos de la cruz. Se grabó con buril utilizando brevísimas líneas en zigzag. La separación entre palabras se hace por triple interpunción y se incluyen dos cruces griegas al comienzo del primer brazo vertical y horizontal.
El texto debe leerse primero en sentido horizontal, de izquierda a derecha, y después en sentido vertical, de abajo a arriba. Arranca en el brazo izquierdo, continúa en el derecho, pasa al brazo inferior y se completa en el superior:

+ I NOMINE ⋮ DOMINI ⋮ NSI
IHV ⋮ XPI ⋮ OB ONOREM
+ SANCTI ⋮ IACOBI ⋮
APLOSTOLI ⋮ RANEMIRVS ⋮ REX ⋮ OFRT

Una vez resueltas las abreviaturas la inscripción queda de la siguiente manera:

+ I[N] NOMINE ⋮ DOMINI ⋮ N[O]S[TR]I
IH[ES]V ⋮ [CHRIST]I ⋮ OB ONOREM
+ SANCTI ⋮ IACOBI ⋮
APOSTOLI ⋮ RANEMIRVS ⋮ REX ⋮ OF[FE]RT

La traducción podría ser: "En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, el rey Ramiro [la] ofrece en honor del apóstol Santiago".
La inscripción se asemeja bastante en su advocación y estructura a la primera parte del texto de la desaparecida Cruz de Santiago de Compostela: “OB HONOREM SANCTI IACOBI APOSTOLI / OFFERVNT FAMVLI DEI ADEFONSVS PRINCPES CVM CONJVGE SCEMENA REGINA ...”. También recuerda a la dedicación incompleta de la Cruz de Fuentes de Peñacorada, hoy en el Museo catedralicio-diocesano de León: “OB HONOREM SANCT MARIE COELI REGINA SANTORUM SPERATI ET MARINE OFERT FAMULUS DEI ADFON [...]”. Al margen del texto, las similitudes estilísticas y materiales con esta última presea son muy apreciables.
El tipo de escritura de la Cruz de Peñalba se corresponde con la llamada visigótico-mozárabe. Se empleó una escritura capital de formas cuadradas. Encontramos, por ejemplo, la “A” sin travesaño; la “O” de forma romboidal; la “T” con el conocido bucle a la izquierda en el trazo superior; la “C” de rasgos rectos; la “N” no lleva su trazo central completamente en diagonal, asemejándose a una “H” y la “R” tiene el segundo tramo recto algo más corto.
Tal vez por las limitaciones impuestas por el soporte material o por la poca pericia del autor, la inscripción no goza de la monumentalidad y solemnidad propias de otros textos equivalentes. El autor material se encontró con algunas dificultades para acomodar todo el texto a tan peculiar campo epigráfico. La tercera línea: “+ SANCTI ⋮ IACOBI ⋮”, es particularmente breve con el fin de dejar espacio libre para el astil o soporte. En la parte final de la inscripción, en el brazo derecho: “APLOSTOLI ⋮ RANEMIRVS ⋮ REX ⋮ OFRT”, el tamaño de letra se reduce ligeramente y las letras quedan excesivamente abigarradas, y aún así el “REX : OFRT” revela un notable hacinamiento y deformación de la grafía. En “RANEMIRVS” la “V” se inscribe en la R y en “APLOSTOLI” la “I” esta sobrepuesta a la “L”. El uso de la forma “APLOSTOLI” se explica, según Gómez Moreno, porque primeramente el grabador intentaría abreviar la palabra en “APLI”, según costumbre, resultando que al cabo le faltó espacio para el “OFFERT”.
Como vemos el texto es muy parco en detalles y deja varias opciones abiertas sobre la identidad del donante y su cronología. Simplemente se nos dice que la joya fue donada por un rey Ramiro a un templo o altar consagrado al apóstol Santiago. No se consigna referencia cronológica alguna.
En un principio la cruz fue atribuida al rey Ramiro III (966-985), y con esta identificación fue expuesta en el Museo de León hasta principios del siglo XX. Sin embargo, en la fragmentaria documentación conservada de Santiago de Peñalba no se encuentra ningún diploma relacionado con este monarca.
Es a partir de los estudios de Gómez Moreno cuando se vincula con Ramiro II (931-950) y se propone la fecha de 940 como la más probable, en base a cierto diploma de donación del monarca leonés al monasterio berciano. También se ha relacionado con las dádivas de este rey con ocasión de la victoria cristiana en la batalla de Simancas (939) y la supuesta institucionalización del voto de Santiago. Tras la desaparición de la cruz de Santiago de Compostela nuestra joya se habría convertido en el testimonio material más antiguo de los conocidos hasta ahora del culto y aprecio que los monarcas asturleoneses profesaron al Apóstol.
Pero lo cierto es que existen, no una, sino varias referencias cronológicas que vinculan directa o indirectamente el monasterio de Santiago de Peñalba con la figura del rey leonés Ramiro II. Corresponden a los años 937, 940 y 946, siendo las dos primeras las más firmes candidatas a ser consideradas como la fecha de la donación de la cruz.
El 9 de febrero de 937 el obispo de Astorga, Salomón, donó a Santiago de Peñalba la iglesia de Santa Colomba, próxima al arroyo Escamuz. La entrega contó con la iniciativa y la aquiescencia de Ramiro II, y la presencia de buena parte de la curia astorgana y los magantes laicos: “Sub ordinatione piisimi principis nostri supra memorati domni Ranemiri et cum consensu omnium clericorum sociorum meorum in supra dictam sedem degentium vitam sed et de omnem magnatorum laicorum urbem ipsam Astoricam continentium”.
La carta contiene además la suscripción del propio rey: “Ranemirus princeps hanc concessionem a nobis iussam et confirmatam”, de sus hijos de Ordoño y Sancho, del oficio palatino, de una nutrida representación de los obispos del reino, del obispo Julián de Sevilla, de abades y clérigos astorganos, y de una larga relación de antropónimos árabes, junto a otros nombres latinos arabizados.
Todo ello hace pensar a Manuel Carriedo Tejedo que en el territorio astorgano se estaba celebrando durante los primeros días de febrero de 937 una magna asamblea del palacio reunida por Ramiro II, en el transcurso de la cual se tramitarían diversos asuntos eclesiásticos, militares y civiles, y se procedería a la solemne recepción de embajadas extranjeras. En virtud de los nombres arabizados de algunos de los personajes presentes en las suscripciones Carriedo propone la presencia de al menos tres embajadores califales, y supone que la carta habría sido redactada en la ciudad de Astorga. Así lo cree también Quintana Prieto. Justiniano Rodríguez Fernández, en cambio, sostiene que toda la corte de Ramiro II viajó al Valle del Silencio para inaugurar la nueva iglesia.
El documento tiene también su interés porque en él el obispo Salomón hace una somera recapitulación de todo el proceso fundacional y constructivo de la iglesia y el monasterio de Peñalba desde que Genadio puso las bases para su fundación. No procede entrar a valorar ahora esta cuestión, pero sí conviene remarcar que en el año 937 el obispo astorgano daba por concluida la fábrica de la iglesia.
Estos datos casan perfectamente con el momento de consagración del templo, también en 937. La fecha ha sido recientemente conocida después de la limpieza y restauración de los paramentos del templo. Bajo sucesivas capas de pintura, aplicadas en distintos momentos, apareció un texto realizado por el doble procedimiento de incisión y perfilado. La inscripción recorre la imposta del ábside, bajo la bóveda gallonada. Parcialmente ilegible ha sido restituida de la siguiente manera: “[IN HONOREM S]A[NCT]I IACOB[I Z]EBE[DEI (...) CONSECRAT]AM EC[CLESI]AM (...) SANCTI TOR]CVAT[I] SANCTI ADRIANI [SA]NCTI VERISIMI SANCTE SA[...) TEMPO[RE...] SALOMONI A(ASTURICENSI) EPISCOPO DISCVRRENT[I] NOBIES CENTENA LXXVª P[OST] ERA”.
El conocimiento del año exacto de la consagración ha contribuido a despejar muchas dudas existentes sobre la historia del edificio y ha ratificado la unidad constructiva de toda su fábrica, fruto de un único impulso, en el que hay que incluir también el contraabside de función funeraria y las capillas laterales. A la vista de estos datos resulta bastante convincente la hipótesis de que la Cruz de Peñalba fuera donada en el año 937 por Ramiro II como parte de la dote del ajuar litúrgico, con ocasión de la consagración de la iglesia.
El segundo de los documentos se formalizó el 11 de abril de 940. El mismo rey entregaba a Peñalba la iglesia de San Martín del valle de Parada Cebraira, cercana a Astorga, que anteriormente había sido monasterio y que había poseído sus antecesores. Llama la atención, una vez más, la larga nómina de confirmantes, entre los que se incluyen los obispos acompañantes en la curia regia, dos condes, seis anacoretas y dieciséis abades de otros tantos monasterios existentes en la comarca del Bierzo. También estampó su firma el abad de Peñalba, Electífico: “Electificus abba loci ipsius testis”. A continuación se añaden diversos monjes procedentes, seguramente, de esos mismos monasterios. Quintana Prieto estimó que el documento se expidió en el propio monasterio de Peñalba, y que fue esta la ocasión elegida para ofrecer la cruz al tesoro de la iglesia.
Nuevamente encontramos a Ramiro II en una escritura de septiembre de 946 que le vincula con las tierras bercianas y un supuesto concilio celebrado en el Monte Irago “in confinio bergidense”. Asistieron el rey, el obispo Salomón y una nutrida representación de abades, presbíteros y diáconos. Conocemos tal reunión a través de una donación del monarca leonés al monasterio de Santa María de Tabladillo. Entre los confirmantes figura Fortis abba Sancti Iacobi. En estas mismas fechas concedió el monarca dos privilegios más. Uno al monasterio de San Andrés de Argutorio y otro al monasterio de Santa Cruz. La autenticidad de todos ellos resulta muy dudosa
Reverso de la Cruz de Peñalba
Sobre el simbolismo de la Cruz de Peñalba y su función litúrgica

A la hora de buscar paralelismos, precedentes e influencias de la Cruz de Peñalba debemos acudir en primer lugar, al menos por proximidad geográfica y cronológica, a aquella otra cruz de piedra existente hasta hace poco tiempo, junto a otras piezas diversas, en la fachada de la ermita de la Santa Cruz, en Montes de Valdueza.
Se trata de un bloque pétreo cuadrado de 280 x 280 mm., que muestra como único motivo la cruz griega flanqueada por las letras Alpha y Omega. La cruz representada es equilátera, patada, de ápices rectos que alcanzan los bordes de la moldura recuadrante, con un disco central del que parten sus cuatro brazos. De la parte central de los brazos horizontales cuelgan las citadas alfa y omega, la primera con su clásico travesaño en V. Se puede fechar en los años 940 ó 943, basándose en una inscripción desaparecida que acompañaba a este conjunto de relieves altomedievales.
La hechura de esta cruz de Montes de Valdueza es muy similar, aunque sin astil, a la que aparece repetidamente representada en la decoración exterior de la iglesia-palacio de Santa María del Naranco, así como en las bandas historiadas que acompañan alguno de los clípeos que engalanan el interior. Fuera del territorio asturiano, pero dentro del ámbito del reino asturleonés, existen también referentes de interés. De similares proporciones, labradas sobre bloques monolíticos y probablemente contemporáneas, son las dos procedentes de la capilla de San Adrián de Amiadoso, en Pazó (Allariz-Ourense), actualmente en el Museo Arqueológico Provincial.
Ambas piezas, la de latón y la de piedra, remiten a su vez, al modelo de cruz asturiana por antonomasia conservado en la Cámara Santa de la catedral de Oviedo.
La Cruz de los Ángeles o Cruz de Oviedo es una joya de oro con alma de madera de cerezo, pedrería fina y entalles y camafeos romanos reaprovechados, donada por Alfonso II a la basílica del Salvador de Oviedo en el año 808. Al mismo tiempo que se configuraba el reino astur, y Oviedo adquiría la condición de sedes regia, se creó un símbolo religioso, ideológico y político representativo de la incipiente monarquía. Fue este el papel representado por la donación a la catedral ovetense de una joya singular durante el reinado de Alfonso II.
Sin embargo, este tipo de cruces no se han de identificar como exclusivamente asturianas o de tradición asturiana, como frecuentemente se definen; pues ya con anterioridad se conocían y utilizaban en la escultura y en la orfebrería plenamente visigodas. Se trata de un motivo iconográfico muy habitual en el que deben incluirse los crismones, las cruces o anagramas con representaciones del lignum crucis -bien sean griegas o latinas- expuestas para su veneración pública en bloques o placas de piedra, pintadas en los muros, estampadas en ladrillos de barro o bien grabadas en medallones como el crismón de Quiroga. Frecuentemente aparecen sostenidas por vástago o astil inferior vertical, sobre peanas o andas.
Son asuntos herederos del más primitivo monograma griego o aspa de Cristo de tiempos paleocristianos. Su institucionalización como vexilum político-militar vinculado a la máxima autoridad del Estado se produce desde época de Constantino, continúa en las cruces visigodas y se traslada más tarde a la monarquía asturiana como símbolo del rito áulico y de las milicias cristianas. La inclusión de las letras alfa y omega, aleph y tau de los hebreos, remite al Apocalipsis de San Juan “yo soy alfa y omega, primero y último, principio y fin”.
La madera de la vera cruz era tenida por una reliquia con especiales virtudes taumatúrgicas, pues se consideraba que estaba hecha con el leño del árbol de la vida plantado en el Paraíso. Por eso la madre del emperador Constantino, Elena, la buscó con pasión en Jerusalén, pues se decía que era capaz de resucitar a los muertos. En varias representaciones de la iconografía cristiana se asocia la cruz con formas arbóreas. En Bamba (Valladolid) hace unos años fue hallado un tenante de altar altomedieval con una de sus caras decoradas con este asunto. Se trata de una cruz griega floreada con las letras apocalípticas que se liga mediante formas eslabonadas o amigdaloides con un árbol de la vida a guisa de palmera. Este uso como amuleto protector explica la aparición frecuente, tanto en la miniatura altomedieval como en la decoración de los templos y palacios hispanos, de fórmulas apotropaicas del tipo: “Hoc signo tuetur pius, hoc signo uincitur inimicus” o “Signum salutis pone Domine in domibus istis et non permittas introire...”.
El asunto sobrepasa la pura decoración arquitectónica o epigráfica y se manifiesta también en la miniatura altomedieval, siendo un tema representado insistentemente en los códices hispánicos. Nueve de los Beatos conservados en la actualidad llevan como frontispicio este signo singular.
José María Fernández Pajares, después de un análisis minucioso de la miniatura hispana llegó a la conclusión de que la forma de la cruz alfonsina tenía sus antecedentes en los periodos anteriores, pero la representación miniada de la “Cruz de Oviedo” imita y reproduce la joya del rey Casto y no viceversa, pues la riqueza y fama de la joya asturiana habría motivado su difusión por el territorio asturleonés.
El emblema de la cruz era conocido en el Bierzo como lábaro protector al menos desde el siglo VII. Así San Valerio invocaba la Cruz Victoriosa en uno de los pasajes de su “Autobiografía”. Se trata de un episodio sobrenatural ocurrido en la iglesia de San Feliz. Cuando intenta salir del templo un amenazador gigante-demonio bloquea la puerta de entrada. Es en este momento cuando señala en su frente el signo y pronuncia: “Ecce, inquio, crucem Domini mei iesu Christi, qui est uirtus et uictoria mea”. Sabemos también de la construcción en Montes de Valdueza de una iglesia consagrada a la Santa Cruz, San Pantaleón y otros mártires. La iniciativa partió de Saturnino, discípulo de San Fructuoso, y el templo fue consagrado por Aurelio, elegido como obispo de Astorga hacia el año 681.
La cruz fue un refrendo perenne del rito de consagración de las iglesias, uno de cuyos actos consistía, según el Liber Ordinum, en ungir con el signo de la cruz, la alfa y la omega, la entrada de las iglesias. Schlunk recalca su función ahuyentadora del Maligno, por lo que suelen representarse cruces en los pórticos, en las impostas de los arcos de triunfo o dentro del sanctuarium para apartar de ellos el inflo del Mal. Precisamente los recientes trabajos de restauración en Peñalba han sacado a la luz un conjunto de interesantes frescos que cubrían los paramentos interiores del templo. Tanto en el muro oriental de la capilla mayor como en el contraábside occidental se representaron sendas cruces teñidas de rojo, semejantes en este caso a la de la Victoria de Oviedo.
Otra cuestión de particular interés es la función litúrgica que desempeñó nuestra presea en la iglesia del Valle del Silencio. La Cruz de los Ángeles era una joya para servicio de altar: “altaris quimodo inde crux”, precisa la Historia Silense a principios del siglo XII. Su uso debió también ser procesional pues no tuvo originariamente astil, ni estuvo destinada a ser colgada. Pero además cumplía funciones de relicario, tenía un alma de madera y en los extremos de los cuatro brazos se aprecian pequeñas cajitas para el depósito de reliquias. El propio Alfonso II entregó parte de las joyas y camafeos del tesoro real para su confección, lo que la convirtió en un valioso objeto en sí misma.
La Cruz de Peñalba carece de alma de madera lo que hace imposible la ubicación de reliquias en su interior, no tiene fórmulas apotropaicas en su inscripción y tampoco emplea materiales preciosos, ni reutiliza entalles romanos.
Desde el punto de vista de los usos litúrgicos de la Iglesia hispana parece evidente asociar todas estas cruces a las tradicionales ofrendas a las iglesias, como acción de gracias o en las ceremonias de consagración, documentándose la costumbre de colgarlas desde antiguo o que de ellas cuelguen objetos. Por ello muchas de ellas presentan diversas soluciones técnicas: cadenillas, ganchos de suspensión, taladros para engarces, anillas soldadas, etc.
Cómo señala Gómez Moreno generalmente cada iglesia tenía varias: las unas, hechas de bronce o de latón, y otras, que se llevarían en las procesiones de los días solemnes, eran de oro o plata, dorada con frecuencia, y a veces con piedras preciosas adornándolas y aun otras pendientes; suele constar su peso, de 400 a 58 sueldos, y que eran fundidas.
Diversos testimonios documentales ponen de manifiesto el aprecio conferido a los objetos de los tesoros donados por los reyes, como testimonios de la tradición y de las señas de identidad del reino. Las frecuentes donaciones de piezas de este tipo recogidas en los diplomas acreditan la gran estima en que se tenían estos donaria, cuyo significado trascendía el de su propio valor material.El empleo de metales como el latón, la plata o el bronce dorados, lejos de devaluar su aprecio, aumentaba uno de los efectos más fascinantes para los fieles: la luz y el brillo. La Cruz de los Ángeles era tenida por una obra sobrenatural. La Historia Silense, escrita hacia 1115, atribuyó su confección a dos ángeles disfrazados de artífices u orfebres: “Duo angeli in figura peregrinorum fingentes se artifices esse”. El relato alude a uno de los efectos que producía la cruz a los visitantes del tesoro de la catedral: el brillo y el fulgor, como símbolo y metáfora visual. Como remarca Victor Nieto Alcaide este asunto inicia en la Alta Edad Media un itinerario cargado de significados religiosos y relacionado con la imagen del poder. El brillo se asocia con la idea de lo trascendente e inmaterial, suponiéndose por ello que la cruz fue hecha por divina y no humana aplicación: “Diuino non humano studio factam”.
Estas cruces disponían de un lugar señalado para su custodia en los templos hispánicos. En Peñalba la fábrica de la iglesia disponía desde sus orígenes dos capillas laterales. En la puerta de cámara septentrional de la iglesia de San Salvador de Valdedios se indica claramente que, allí, se pusieron los dones (donaria) que entregaron al templo los fundadores. Se trata de lo conocido en los textos como thesaurum o donarium. Es decir se indica que este lugar es donde guardan las ofrendas. Para Bango Torviso, este tipo de dependencias también debieron albergar las reliquias. En un concilio de Toledo se decía que los objetos de culto se guardaban en el sacrarium, y que el sacristán era el encargado de velar por la custodia de pallia vel linteamina, altaria vel utensilia Ecclesiae.

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