Miguel de Unamuno leyendo en su casa de la calle Bordadores de Salamanca (1925) Filmoteca de Castilla y León |
La Casa-Museo de Miguel de Unamuno está ubicada en la Calle Libreros de Salamanca, en pleno casco antiguo. Es una casona dieciochesca donde residió el ilustre escritor y filósofo en su época de Rector de la Universidad, entre 1900 y 1914. Se encuentra al pie de la fachada plateresca del edificio de las Escuelas Mayores. No debe confundirse con la llamada "Casa del Regidor Ovalle Prieto", en la Calle Bordadores, en la cual también vivió y acabaría muriendo un 31 de diciembre de 1936.
Como institución vinculada a la Universidad, y dado su carácter de Casa-Museo, su principal misión es la de conservar el legado de Unamuno y perpetuar su memoria, favoreciendo la visita museográfica y la consulta de los investigadores. Cuenta con importantes fondos documentales y bibliográficos relacionados con la vida y la obra del escritor, así como su archivo personal, el mobiliario, los enseres familiares y una interesante colección de fotografías.
La reorganización del archivo general sobre Miguel de Unamuno a principios de los años 90 puso al descubierto 295 fotografías inéditas realizadas por el escritor bilbaíno durante sus viajes por España y Europa. Una buena parte de las mismas eran placas dobles realizadas con cámara estereoscópica. La más antigua está fechada en 1902, mientras que la más reciente fue hecha en Bruselas en 1924. No existe la certeza de que todas ellas fueran hechas por el propio Unamuno, pues en algunas aparece retratado él mismo y otras corresponden a lugares del mundo donde no consta que hubiera estado (Egipto, Israel, etc.). Pero en los pies de varias de ellas realizó anotaciones indicado el motivo, la fecha o el lugar de la visita.
Las imágenes estereoscópicas son tan antiguas como la propia fotografía. Estuvieron muy de moda a finales del siglo XIX y en la primera mitad de la centuria siguiente. Visionadas con el correspondiente estereoscopio proporcionaban una visión en tres dimensiones, muy apropiada para la reproducción de paisajes, estampas costumbristas o vistas de ciudades. Se trataba de un aparato óptico en el que, mirando con ambos ojos, se veían simultáneamente dos imágenes de un objeto. Al estar obtenidas desde puntos diferentes, al fundirse en una, producían una sensación de relieve.
Conserva el Fondo Miguel de Unamuno una placa estereoscópica de cristal con una curiosa doble vista del Castillo de Benavente. Su estado de conservación es bastante bueno. En su anverso lleva una anotación manuscrita, tal vez autógrafa del propio Unamuno: "Castillo de Benavente, desde el tren". En la parte izquierda se observa una mancha negra vertical que debe corresponder con la ventanilla del vagón.
La vista que ofrece es la clásica de la fachada sur, con el torreón en primer término y algunos restos de paredones hacia el este. A juzgar por el aspecto de las ruinas y comparando la imagen con otras instantáneas más o menos coetáneas, se concluye que la fotografía debió tomarse en los primeros años del siglo XX. El ángulo coincide, efectivamente, con la antigua vía del ferrocarril, hoy abandonada y semioculta.
Resulta inevitable relacionar esta fotografía con los viajes documentados de Unamuno por la provincia de Zamora. Sabemos que visitó Benavente en 1911, en un periplo que le llevaría a continuación a Granja de Moreruela y a las ruinas de su monasterio cisterciense. De todo ello dejó testimonio en un magnífico texto titulado "Recuerdo de la Granja de Moreruela". El relato está aderezado con cuatro sonetos.
Benavente. Castillo. Torre - Placa estereoscópica - Fondo Miguel de Unamuno |
Como reconocen varios de sus críticos y biógrafos, fue Unamuno un viajero infatigable. Sus viajes a lo largo y ancho de la geografía española le proporcionaron abundante material para redactar sus ensayos y algunas de sus composiciones poéticas más logradas. En sus páginas se desgranan algunas de las preocupaciones intelectuales comunes del movimiento noventayochista, entre ellas la de "conocer" España. Los textos sobre el excursionismo del profesor salmantino fueron publicados en dos tomos: "Por tierras de España y Portugal" (1911), y su continuación, "Andanzas y visiones españolas" (1922).
El 1 de junio de 1930, Miguel de Unamuno visitó las tierras de Sanabria, acompañado del doctor Cañizo. Una excursión que le dejará una profunda huella y será la fuente de ambientación para su novela "San Manuel Bueno, mártir". En el prólogo de esta obra habla de esta visita e incorpora dos poesías inspiradas en la comarca sanabresa: la primera se centra en San Martín de Castañeda, mientras que la segunda, recoge la conocida leyenda de Valverde de Lucerna, el pueblo sumergido bajo las aguas del Lago de Sanabria.
Según aclara Manuel García Blanco en su libro "Don Miguel de Unamuno y sus poesías: estudio y antología de poemas inéditos o no incluidos en sus libros", Salamanca 1954, la visita de Unamuno al paraje zamorano de Moreruela tuvo lugar en abril de 1911. El escritor lo habría manifestado públicamente en un discurso pronunciado el día 19 de dicho mes en un acto conmemorativo del III Centenario de "La Cristiada", que organizado por la Academia de Poesía Española, tuvo lugar en el convento de San Esteban, de Salamanca.
El propio Unamuno dice en su artículo que el trayecto entre Benavente y Moreruela lo había hecho en coche "un domingo de Resurrección", acompañado de otras personas. Pero como en aquellas fechas era rector de la Universidad de Salamanca, cabe suponer que el desplazamiento desde la capital charra a Benavente se haría en tren, y podría ser este el momento al que corresponde la instantánea.
En 10 julio de 1911 publicaba Unamuno en "Los Lunes de El Imparcial" un artículo con las impresiones de este viaje. Lleva por título "Recuerdo de la Granja de Moreruela", y está fechado en Salamanca el 11 de junio de este año. Años más tarde el texto fue incluido en "Andanzas y visiones españolas", Madrid, Renacimiento, 1922, pp. 9-13. Damos a continuación el texto íntegro del mencionado artículo:
Monasterio de Moreruela - Vista desde la cabecera (Hacia 1903) |
Recuerdo de la Granja de Moreruela
No lejos de Benavente, en la Granja de Moreruela, provincia de Zamora, resisten a acabar de caer las espléndidas ruinas del primer monasterio de cistercienses en España. Allá me fui el último Domingo de Resurrección, y allí recordé una vez más el virgiliano “etiam ruinae periere”: ¡hasta las ruinas perecieron! ¡Qué majestad la de aquella columnata de la girola que se abre hoy al sol, al viento y a las lluvias! ¡Qué encanto el de aquel ábside! ¡Y qué intensa melancolía la de aquella nave tupida hoy de escombros sobre que brota la verde maleza! Y todo ello se alza, añorando siglos que fueron, y quién sabe si siglos por venir, en un valle de sosiego y de olvido del mundo.
No lejos de Benavente, en la Granja de Moreruela, provincia de Zamora, resisten a acabar de caer las espléndidas ruinas del primer monasterio de cistercienses en España. Allá me fui el último Domingo de Resurrección, y allí recordé una vez más el virgiliano “etiam ruinae periere”: ¡hasta las ruinas perecieron! ¡Qué majestad la de aquella columnata de la girola que se abre hoy al sol, al viento y a las lluvias! ¡Qué encanto el de aquel ábside! ¡Y qué intensa melancolía la de aquella nave tupida hoy de escombros sobre que brota la verde maleza! Y todo ello se alza, añorando siglos que fueron, y quién sabe si siglos por venir, en un valle de sosiego y de olvido del mundo.
Al ir allá, en auto, desde Benavente, bordeábamos tranquilas charcas cubiertas de la blanca floración de las yerbas acuáticas, y al llamar yo la atención sobre ello a mis amigos, exclamó uno de éstos: “¡Hasta el agua estancada cría flores!”. A lo que pensé calladamente: no; sólo el agua estancada florece, y no la que en el caz de un molino hace andar la rueda que nos da la harina. La industria pide agua corriente, pero a la poesía le basta la que está quieta.
Y añorando yo, como las ruinas del monasterio de cistercienses de la Granja de Moreruela tiempos que se cumplieron, me dije por dentro:
En una celda solo, como en arca
de paz, libre de menester y cargo,
el poema escribir largo, muy largo,
que cielo y muerte, tierra y vida abarca.
Después, en el verdor de la comarca
la vista apacentar; sin el amargo
pasto del mundo, a la hora del letargo
ver cómo visten la dormida charca
en flor las ovas. Lejos del torrente
raudo del caz que hace rodar la rueda
que muele el trigo, soñar lentamente
vida eternal en la que el alma pueda
ser pura flor. ¡Oh, reposo viviente;
florece sólo el agua que está queda!
¡Soñar así, lentamente, a la hora de la siesta, descansando la mirada en las charcas floridas! Y escribir un libro muy largo, muy largo. Un poema, y si no una historia. Una historia como aquella dulcísima y apacible “Historia de la Orden de San Jerónimo”, que en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial escribió el padre jerónimo fray José de Sigüenza, y es una maravilla de lengua y, a trechos, de poesía. (Bien haya la “Nueva Biblioteca de Autores Españoles” por habérnosla vuelto a dar). ¿Hay en castellano acaso pasaje de más honda y poética hermosura que el de la muerte de fray Bernardino de Aguilar, profeso del convento de la Murta de Barcelona, que murió tañendo en el manicordio y cantando el salmo “Super flumina Babilonis”? “No parecía voz humana, porque penetrava las entrañas con el sentimiento que dava a la letra; llegó assi con sus versos hasta el que dize: “Quomodo cantabimus canticum Domini in terra aliena”. Dixolo una vez, tornolo a repetir la segunda, y a la tercera alçó los ojos al cielo, y dando mi suspiro de lo profundo del pecho, puestas las manos en la tecla, pasó de esta vida a la eterna, porque cantasse el cantar del Señor en la tierra de los vivientes”. (Libro IV, cap. XXVII).
¿Encierro el del monasterio? Sí; “encerravase cada uno en su celdilla o covachuela — nos dice el padre Sigüenza— y desde aquel lugar tan estrecho passeava con el alma la anchura de las moradas del cielo”. Y yo me digo del que otra vida lleva:
Alza al correr tan grande polvareda
que le ciega los ojos, ni le cabe
pararse en firme hasta que al cabo acabe
donde nunca pensara, pues la rueda
de la fortuna es la que le envereda,
no a ella él; desque perdió la llave
del gobierno de sí mismo no sabe
adónde corre a ir a dar de queda.
¡Cuánto mejor desde abrigado encierro
libre de polvo y sin temor de yerro
irreparable pasear la cumbre
de la alta serranía de los astros
a busca en ella de divinos rastros
de la increada y creadora lumbre!
Allí es la quietud del lago del alma, y sin esa quietud no florece el lago. Oigamos de nuevo a nuestro padre Sigüenza, cuando nos dice que “andan estas almas senzillas (digámoslo ansí) como çabullidas en Dios y en sí mismas, puestas en una quietud soberana, donde no llega turbación de malicia”. Esto, a propósito del siervo de Dios fray Juan de Carrión, llamado el Simple. Y me digo:
Déjame que en tu seno me zambulla
donde no hay tempestades; como esponja
habrá en Ti de empaparse mi alma, monja
que en el cuerpo, su celda, se encapulla.
Mientras Satán sobre esta mar aúlla
al husmo de almas con que henchir ni lonja,
más dulce aquí que jugo de toronja
me es tu anua, Señor. Ni me aturulla
el vaivén de ni mundo, ya que dentro
vivo de mí viviendo en tu bautismo;
sólo perdido en Ti es como me encuentro;
no me poseo sino aquí en tu abismo,
que envolviéndome todo, eres mi centro,
pues eres Tú más yo que soy yo mismo.
Sí, Dios es mi yo infinito y eterno, y en Él y por Él soy, vivo y me muevo. Mejor que buscarse a sí es buscar a Dios en sí mismo. Y cuando andarnos dentro nuestro a la busca de Dios, ¿no es acaso que nos anda Dios buscando? Pues que le buscas, alma, es que Él te busca y le encontraste.
Si me buscas es porque me encontraste
—mi Dios me dice—. Yo soy tu vacío,
mientras no llegue al mar no para el río
ni hay otra muerte que a su afán le baste.
Aunque esa busca tu ratón desgaste,
ni un punto la abandones, hijo mío,
pues que soy Yo quien con mi mano guío
tus pasos en el coso por que entraste.
Detrás de ti te llevo a darme cara,
y eres tú quien te tapas para verme;
pero sigue, que el río al cabo para;
cuando te vuelvas, ya de vida inerme,
hacia lo que antes de ser tú pasara,
descubrirás lo que en tu vela hoy duerme.
Sí; caminamos de espalda al sol, es nuestro cuerpo mismo el que nos impide verlo, y apenas sabemos de él sino por nuestra propia sombra, que donde hay sombra hay luz. Detrás nuestro va nuestro Dios empujándonos, y al morir; volviéndonos al pasado, hemos de verle la cara, que nos alumbra desde más allá de nuestro nacimiento. Esta nuestra eternidad duerme en nuestra vigilia.
¡Qué bien en una celda como las que en un tiempo formaron la colmena mística de la Granja de Moreruela, meditando o fantaseando estos consuelos de esperanza allá, en aquel siglo, oliente a San Franciscol ¡Pero en aquel siglo, en aquella poética Edad Media, mocedad del cristianismo!
Hoy la Granja son ruinas. Lo único que permanece igual es el verde florido valle, el convento de las resignadas encinas que abrigan a los pajarillos, que sin cesar cantan la gloria del Señor, y cantándole le buscan y le encuentran.
Salamanca -VI-11.