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Sepulcro tradicionalmente atribuido a Fernando II [Foto cedida por Dirk van der Eecken] |
Muy pocas certezas tenemos sobre los últimos días del monarca leonés Fernando II (1137-1188). A diferencia de otros reyes medievales hispanos, las crónicas apenas proporcionan detalles sobre las causas y circunstancias concretas de su muerte. Las colecciones documentales tampoco ayudan en esta labor, pues solamente se ha conservado un puñado de diplomas reales correspondientes a las semanas anteriores o posteriores a este acontecimiento. Como señala su principal biógrafo, Julio González, dado que la cancillería real despachaba por aquellos años privilegios y donaciones con extraordinaria generosidad, es posible que buena parte de sus actos fueran anulados a la llegada al trono de su sucesor, Alfonso IX, y por tanto debieron perderse los diplomas, o bien el monarca se encontraba sumamente atareado o enfermo.
Esta ausencia de documentos ha sido suplida con no pocas elucubraciones respecto a la actividad de la familia real. A falta de datos contrastados, desde antiguo se propusieron, con más o menos fundamento, todo tipo de interpretaciones entre las que no faltan las conspiraciones y las intrigas palaciegas. Proponer una revisión crítica de las fuentes y discernir entre lo seguro y lo solamente probable son precisamente algunos de los objetivos principales de este artículo.
De las andanzas de la corte en la segunda mitad de 1187 -último año de la vida del rey pues moriría en el mes de enero del año siguiente- sabemos que el 8 de junio se encontraba Fernando en Benavente junto a su esposa Urraca López de Haro y su hijo Alfonso, de donde se desplazó a Salamanca el 13 de agosto y a León el 13 de septiembre.
En noviembre encontramos al rey en Santiago de Compostela despachando un privilegio el día 8 al monasterio de Moraime. Este documento, no recogido en la Regesta de Julio González, tiene especial interés pues otorga crédito al relato de la crónica de Alfonso X, en la versión de Florián de Ocampo, según el cual el rey leonés habría recalado en Benavente enfermo después de una peregrinación a la tumba del Apóstol: “E este rey don Ferrando [...] venie de romeria de Santiago e fino en la villa de Benavente”. Una versión ampliada de este acontecimiento fue recogida también por el erudito e historiador benaventano José Ledo del Pozo:
“... hasta que sintiéndose bastante achacoso, y que sus enfermedades le iban disponiendo a la muerte, ordenó prevenirse para este fatal golpe, pasando a visitar el cuerpo del Apóstol Santiago para el otoño de mil ciento ochenta y siete, a quien siempre había sido muy devoto y a quien había tenido favorable en todas sus batallas. Hechas por fin con devoción sus reverentes súplicas en aquella Santa Iglesia, dio la vuelta a Benavente para esperar en ella su última hora”.
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Maravedí de oro de Fernando II |
En Benavente debía estar la familia real en diciembre, pues el día 18 de ese mes Fernando, en unión de su hijo Alfonso y de su mujer Urraca López, “aconsejó” al concejo la enajenación de la villa de Escorriel: “Nos alcaldes et totum concilium Beneventi, pedites et milites, cum consilio et auctoritate regis domni Fernandi et filii sui regis domni Adefonsi et domne regine Urrache Luppi”.
El pergamino original, hasta hoy no publicado en su integridad, se conserva en el fondo Osuna de la Sección Nobleza del Archivo Histórico Nacional, pues la heredad de Escorriel acabó incorporándose en el señorío de los condes de Benavente. Desde el punto de vista diplomático no es propiamente un documento real, sino una carta de venta otorgada por el concejo de Benavente a Pedro de la Fuente y Raimundo del Poy, y por ello no cuenta con la suscripción del monarca. Aún así, nada se opone a su presencia física en este acto jurídico o en alguna actuación inmediatamente anterior. Ninguna otra carta sitúa al rey fuera de Benavente en el mes de diciembre de 1187.
La estancia del rey leonés en Benavente no era, ni mucho menos, un hecho casual en los movimientos de su corte, y ello independientemente de que este estuviera enfermo. Tanto Fernando II como su hijo, Alfonso IX, fueron monarcas en continua itinerancia. Aunque la capital de referencia era siempre León, sede por derecho propio del solio, no existía un núcleo de poder centralizado. En sus innumerables desplazamientos a lo largo y ancho del reino se apoyaron en monasterios, iglesias, residencias, castillos y palacios en tierras de Galicia, Asturias, León, Zamora y Salamanca.
El séquito debía ser bastante numeroso, sin duda superando largamente la centena de personas, pues los reyes se dejaban acompañar por miembros de su familia, los funcionarios de la casa real, los magnates de palacio y una buena representación de los altos cargos de la administración y de la Iglesia, en particular los obispos. Si nos atenemos a las listas de confirmantes de los privilegios se concluye que la nómina de magnates fluctuaba entre las 15 y 30 personas, pero todos ellos viajarían asistidos por su propio personal de servicio y su guardia privada.
Durante estos viajes se impartía justicia, se formalizaban negocios jurídicos o se concedían donaciones, fueros, mercedes y privilegios. Incluso se podía reunir la curia o se celebraba un concilium. Para lograr el buen funcionamiento de este peculiar aparato burocrático era necesario contar con buenas comunicaciones y una infraestructura adecuada repartida por las principales villas del reino. Los reyes disponían de palacios y residencias de su propiedad en varias villas y lugares, pero las más de las veces recurrían a los medios proporcionados por sus súbitos. Lo habitual era dormir pocas noches en un mismo lugar y cabalgar mucho. El peregrinar de la corte quedó perfectamente reflejado en las datas de los documentos de la cancillería.
Benavente fue uno de los hitos habituales de las rutas de Fernando II. A ello no fue ajena su privilegiada situación en un estratégico centro de comunicaciones del cuadrante noroeste peninsular y por ello fue residencia habitual durante períodos significativos de su reinado. Antes incluso de la repoblación de la villa encontramos ya diplomas reales fechados en el castrum de Malgrad. Pero será a partir de la concesión de los fueros de 1164 y 1167 cuando Benavente adquiera protagonismo en el reino. Las visitas se repiten con insistencia durante los años siguientes. En 1181 el rey reunió en la villa un concilium, en el que se ventilaron ciertos asuntos relacionados con las donaciones regias. En total, durante el reinado de Fernando II (1157-1188), se contabilizan 38 documentos reales fechados en Benavente.
En Benavente sitúa Lucas de Tuy uno de los pasajes de su “Miraculis Sancti Isiodori”. Refiere como estando el rey comiendo en la villa le llegó la noticia de que tropas musulmanas tenían cercada Ciudad Rodrigo, acudiendo presto a su defensa. El texto del obispo de Tuy tiene el interés adicional de informar de que entre Benavente y León había entonces una jornada de camino, y que el rey tenía a su disposición un caballo para sus habituales desplazamientos.
Todo apunta a que la corte pasó las navidades de aquel año 1187 en Benavente, tal vez con el monarca ya gravemente enfermo. El último acto jurídico documentado de la cancillería regia se fecha en Benavente el 14 de enero de 1188. Ese día Fernando, con su mujer Urraca y su hijo Alfonso, donaba al obispo de Oviedo la tercia de las rentas de Avilés y de su puerto.
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Miniatura de Fernando II en el Tumbo A de la Catedral de Santiago |
La noticia de la muerte de Fernando II en Benavente fue recogida en el “Chronicon Mundi” de Lucas de Tuy y en la “Crónica de España” de Rodrigo Jiménez de Rada. Su testimonio fue tomado, casi al pie de la letra, por otros cronistas posteriores.
El tudense yerra en el cómputo de los años de su reinado, pues no fueron 51 sino 31. Informa además de su sepultura en la catedral de Santiago de Compostela, junto a los restos de su madre, la emperatriz Berenguela, y de su abuelo, el conde Raimundo de Borgoña:
“Caeterum rex Fernandus regni anno quinquagesimo primo feliciter consummato, obiit apud Beneventum et in ecclesia sancti Iacobi Apostoli circa tumulum matris suae, et avi sui comitis Reymundi sepultus est”.
Muy pocas variantes proporciona sobre este asunto Rodrigo Jiménez de Rada, salvo consignar adecuadamente los años del reinado:
“Caterum Rex Fernandus, annis triginta uno in regno feliciter consummatis, obiit Beneventi Era MCCXXVIII, et in Ecclesia beati Iacobi est sepultus iuxta avum suum Comitem Raimundum et Imperatricem Berengariam matrem suam”.
El franciscano Juan Gil, autor hacia 1283 de una Historia de Zamora, de una Historia de España y de numerosas biografías, también incluyó entre sus escritos una poco conocida semblanza de Alfonso IX. A propósito del padre de este rey leonés dice lo siguiente:
“Alfonso décimo, fue el tercero de los hijos del rey Fernando de León, el que murió en Benavente, en la era mil doscientos veintiocho; el abuelo de este Fernando fue el conde Raimundo. Alfonso sucedió a su padre Fernando en el reino de León y fue casi contemporáneo de Alfonso, el noble rey de Castilla que ganó la batalla de Úbeda”.
Por su parte, la “Crónica de España” de Alfonso X, según la versión de Florián de Ocampo, equivoca los años de reinado y la fecha de la defunción:
“E este rey don Ferrando fijo del enperador hermano del rey don Sancho de Castiella acabados ya con buena andança veynte e un años de su reynado venie de romeria de Santiago e fino en la villa de Benavente, e enterraonlo en la ygresia de Santiago de Galizia çerca de su abuelo el conde don Remon que yazie y e çerca la enpeletriz doña Berenguella su madre. Esto fue en la Era de mill e dozientos e veynte e ocho años, e andava el año de la encarnaçion de nuestro señor en mill e çiento e noventa años, e finco por heredero don Alfonso Ferrandez fijo deste rey don Ferrando y de la reyna doña Urraca fija del rey don Alfonso de Portogal”.
Los Anales Toledanos I son mucho más parcos en detalles:
“1188. Murió el Rey D. Ferrando, fillo del Emperador, Era MCCXXVI”.
Como vemos, ninguna de las crónicas mencionadas, las más próximas cronológicamente a los hechos, llegan a precisar el mes y el día del fallecimiento. Los días 21 ó 22 de enero han sido las fechas más utilizadas por cronistas e historiadores, probablemente basándose en los libros de aniversarios o en los obituarios de iglesias, catedrales y monasterios.
Así, en el denominado “Obituario 2" de San Isidoro de León se incorporó el “XII kalendas februarii” (21 de enero). Según revelan las características de la escritura de este manuscrito, la incorporación del registro de un fallecimiento tenía lugar inmediatamente después de conocerse el hecho:
“Obiit famulus Dei Fredenandus rex, Adefonsi imperatoris filius. Sub era Mª CCª XXVIª”.
En el “Kalendario antiguo” de la iglesia catedral del León la anotación lleva el óbito, según Risco, al 26 de enero. El texto es el siguiente:
“VII Kal. Febr. Obiit Rex Domnus Fernandus filius Adefonsi Imperatoris, qui Legionensi Ecclesie contulit Pennamiam. Era MCCXXVI”.
Tanto para San Isidoro como para la catedral del León, Fernando II formaba parte de los personajes de la familia real más cercanos a sus comunidades y especialmente benefactores de estas instituciones, tal y como ponen de relieve sus colecciones documentales.
Los últimos documentos expedidos por la cancillería remarcan la presencia junto al rey leonés del heredero, el príncipe Alfonso, y de la reina Urraca. El citado anteriormente del día 14 de enero de 1188 fue redactado en Benavente tan sólo una semana antes de su fallecimiento. Sin embargo, varios autores han defendido, sin mucha base documental, la ausencia de Alfonso en estas fechas, y sobre esta circunstancia se ha dado pie a todo tipo de especulaciones. Julio González, tal vez por no haber conocido el diploma en su integridad, llega a afirmar que ese 14 de enero el infante heredero no se encontraba presente, “sino el conde don Gómez de Trastamara y sobre todo los hermanos de la reina, don Diego López, honrado con la tenencia de Extremadura y Bierzo, y don García López, tenente de Luna y Arbolio”.
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Detalle del sepulcro tradicionalmente atribuido a Fernando II [Foto cedida por Dirk van der Eecken] |
El príncipe Alfonso no era hijo de la reina Urraca López de Haro, tercera mujer del rey, sino de la infanta Urraca Alfonso, su primera esposa, hija del rey Alfonso Enríquez de Portugal y de Mafalda de Saboya. La historiografía atribuye a la reina consorte una conspiración para sentar en el solio a su hijo Sancho en perjuicio de Alfonso. Sus reivindicaciones estarían basadas en el hecho de que el primer matrimonio del rey fue anulado por el Papa Alejandro III en 1175. Los cónyuges eran primos segundos como nietos de dos hermanas, Urraca y Teresa, hijas del rey Alfonso VI. El rey se vio obligado a repudiar a su primera esposa y casó de nuevo, hacia 1178, con la noble Teresa Fernández de Traba. La portuguesa Urraca tuvo que recluirse, en plena juventud, en un monasterio de la Orden de San Juan. A partir de entonces desaparece de la esfera pública hasta que, una vez muerto Fernando II, volvemos a encontrarla en los diplomas reales al lado de su hijo ya convertido en rey.
Por tanto, a los ojos de los partidarios de Urraca López, el príncipe Alfonso sería hijo de una unión ilegítima. Perseguido por su madrastra en los últimos días del rey leonés, el joven heredero, de tan sólo 17 años, se habría visto obligado a abandonar la corte y buscar refugio en Portugal, donde de camino conoció la muerte de su padre.
El principal interés de Urraca López se centraría en preservar los lugares correspondientes a su dote matrimonial, sobretodo Aguilar y Monteagudo, y mantener a sus hermanos Rodrigo, Diego y García en el disfrute de altas responsabilidades en palacio. Su protagonismo en la corte, y por consiguiente la influencia castellana en el reino, adquirió especial trascendencia después de su matrimonio con Fernando II hacia el mes de mayo de 1187. Anteriormente, en 1183, había recibido de manos del rey toda la tierra de Villamor, la de Burón, Omaña y Vignao “pro bono seruicio quod mihi fecistis cum corpore, castellis et hominibus vestris”. Pero además, aprovechando la debilidad del rey hizo cuanto pudo por sentar a su hijo Sancho en el trono.
La versión más acabada de esta interpretación fue ya expuesta por Enrique Flórez en su “Reynas católicas”. En la semblanza de la tercera esposa del rey leonés, Flórez presenta a Urraca López de Haro como una mujer maquinadora y ambiciosa:
“El recelo de que el hijo de la primera muger no la miraba bien, no estaba mal fundado; porque Doña Urraca, impelida del amor de sus hijos, se portó con él de la primera como madrastra. Llegó a tanto la contradicción de la Reyna, que el Príncipe D. Alfonso no lo pudo sufrir, y resolvió irse a vivir con su avuelo a Portugal. En efecto ya iba a passar el río Tajo, quando le llegó la noticia de haver muerto su padre. Volviose al punto a León, y estando ya pacífico en el Reyno (concluidas las guerras que tuvo con el de Castilla, después de casar con su hija Doña Berenguela) resolvió quitar a la madrastra los Lugares que su padre la dio, y así lo llegó a efectuar después de mil disgustos”.
Pero los diplomas no dejaron huella de estos movimientos. Si esa conspiración realmente existió debió fraguarse en Benavente en los últimos días del año 1187 o producirse una vez muerto el monarca, pues hasta entonces los actos jurídicos se despachaban con total normalidad y con la familia real al completo. Es cierto que una vez muerto Fernando la madrastra Urraca desaparece del lado del nuevo rey, siendo reemplaza en las intitulaciones por su madre biológica. Igualmente los López de Haro son sustituidos en el disfrute de tenencias y cargos de la corte por nuevas personas de confianza de Alfonso. Pero todo esto puede inscribirse dentro de la discrecionalidad con la que los reyes nombraban y relegaban a sus personas afectas. Pocos años después volvemos a encontrar a Diego López y García López al frente de tenencias y oficios palatinos.
Una vez muerto el rey, se produciría a continuación, y con muy pocos días de intervalo, la ceremonia de la coronación del heredero. No contamos con ningún detalle sobre ello ni tampoco sobre el lugar elegido, pero debemos pensar en un ceremonial muy similar al descrito por las crónicas para otros reyes anteriores. En una venta a San Marcos de León, escriturada el 29 de enero de 1188, se consigna ya el gobierno efectivo del nuevo rey: “Regnante rege domno Adefonso Legione, Strematura, Gallecia et in Asturiis”. El primer diploma conocido de la cancillería de Alfonso IX está fechado en las inmediaciones de Ribadavia, cerca de Orense, el 14 de febrero de 1188. Este lugar, aunque próximo a la frontera portuguesa, no es ciertamente la forma más directa de llegar al reino vecino desde Benavente. Es evidente que existen importantes detalles de toda esta trama que se nos escapan por completo.
Sendos diplomas del monasterio de San Martín de Castañeda, fechados en el mes de febrero de 1188 sin concretar el día, dan a entender que todavía estaba muy presente el fallecimiento del rey leonés, tal vez porque se estaban celebrando las exequias, o al menos permanecía vigente el luto. “Rege Fernando obeunte et filius eius succedente” y “Facta carta Era MªCCªXXVIª mense februario ad obitum regis Fernando. Regente rege Ildefonso in Legione, Gallecia, Asturiis, Extremadura”. Otro documento más del año 1188, de este mismo monasterio, vuelve a referirse al acontecimiento: “Facta karta in era Mª CCª XXª VI anno quo mortuus est rex Fernandus et filius eius accepit regnum”.
La muerte del rey daría lugar al despliegue de toda la parafernalia tradicional: las muestras públicas de dolor y los cantos luctuosos. En el imaginario medieval el monarca debía ser universalmente llorado por sus súbditos. Es el fenómeno de la muerte como herramienta de propaganda política utilizada por cronistas o poetas. La ocasión era propicia para la composición de poemas y elogios fúnebres. Conserva la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia un planctus dedicado a nuestro rey inserto en un códice de mediados del siglo XIII. Su origen debe buscarse, tal vez, en el propio círculo áulico. Está escrito en el usual canto monódico latino y tiene por título “In obitum Ferdinandi, Regis Legionensis”. Comienza con los versos “Sol eclipsim patitur ex mortis objectu” (El Sol sufre un eclipse ante la contrariedad de la muerte).
La elección de la catedral de Santiago como lugar de enterramiento responde a un deseo inequívoco manifestado públicamente por el monarca de crear junto a la tumba del Apóstol un nuevo panteón real. Indicios de ello encontramos ya en 1180, cuando Fernando II, con el consejo de su curia reunida en Benavente, confirma a la iglesia de Santiago las donaciones anteriores y la cancillería, capellanía y sepultura reales, tanto para él como para sus sucesores: “Confirmo et concedo ipsi aecclesiae cancellariam, capellaniam et sepulturam meam et sucessorurum meorum”. Para la sede gallega este privilegio supondría una considerable inyección económica, pues al margen del prestigio inherente a la presencia del panteón real, la sepultura de los reyes significaba también la asignación de cuantiosas mandas piadosas para su mantenimiento y asegurarse durante años la realización de prácticas litúrgicas para su descanso y memoria. Serviría, además, para atraer nuevas donaciones y peticiones de enterramiento por parte de otros personajes ilustres.
Estas decisiones no deben sorprender pues el rey leonés mantenía una especial vinculación con las tierras gallegas. Santiago rivalizaba desde hacía tiempo con León como los dos principales centros de la monarquía leonesa, especialmente desde la elevación de aquella a arzobispado en 1120 por el papa Calixto II. Allí había pasado sus años de juventud, educado en el círculo del magnate Fernando Pérez de Traba, y allí contaba con sus apoyos políticos más sólidos. En Santiago encontramos con relativa frecuencia a la corte, unas veces por exigencias políticas, pero también indudablemente por motivaciones religiosas. Igualmente debe tenerse en cuenta el impulso dado por la Corona a la construcción de la basílica, el mecenazgo sobre el maestro Mateo y su impronta sobre el Pórtico de la Gloria, aunque el rey no llegaría a ver la colocación de sus dinteles en abril de 1188. En fin, bajo la advocación del Apóstol fue puesta la milicia de los “fratres de Cáceres”, esto es la Orden de Santiago.
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Epitafio de Fernando II, según Gil González Dávila |
AQUI YAZE EL REY DON FERNANDO EL
SEGVNDO DE LEON, HIJO SEGVNDO DEL
EMPERADOR DON ALONSO RAMON, Y
DE LA EMPERATRIZ DOÑA BERENGVELA,
SV PRIMERA MVGER: FALLECIO EN LA
VILLA DE BENAVENTE ERA 1226. Y MAN-
DO SEPVLTARSE EN ESTA CAPILLA,
JVNTO A SV ABVELO EL CONDE DON
RAMON DE BORGOÑA, Y SV MADRE LA
EMPERATRIZ DOÑA BERENGVELA.
La intención de enterrarse en Santiago no parece que implicara un deseo consciente de relegar el panteón de San Isidoro de León a un papel secundario. Según la distribución de las sepulturas descrita por Ambrosio de Morales y Prudencio de Sandoval, allí estaba enterrada su hermanastra la infanta Estefanía, hija de Alfonso VII, y allí se sepultaría su segunda esposa, Teresa Fernández de Traba, muerta a resultas de un parto en 1180, y al menos dos de sus hijos, los infantes García y Fernando. Por otra parte su padre Alfonso VII ya había roto la tradición familiar al enterrarse en Toledo.
Fernando II continuó haciendo importante dádivas a San Isidoro después de haber elegido sepultura en Santiago. Entre 1181 y 1187 se contabilizan hasta ocho privilegios reales en el archivo isidoriano. En realidad, el monarca leonés dotó rica y reiteradamente todas aquellas iglesias que albergaban la sepultura de sus antepasados. Esta circunstancia une San Isidoro con las catedrales de Santiago, León, Oviedo y, con el traslado de los restos de Ramiro III desde Destriana, Astorga. En todas ellas se ha reconocido la existencia de una importante actividad constructiva.
Pero tras la muerte del rey en Benavente, los planes no debieron llevarse a cabo según lo previsto. El 4 de mayo de 1188 su hijo Alfonso IX relataba desde Zamora como a pesar del deseo inequívoco manifestado por su padre de recibir sepultura en Santiago, personas no identificadas se habían apoderado con violencia del cuerpo para enterrarlo en otro lugar. Alfonso tuvo que intervenir para no quebrantar la última voluntad de su progenitor:
“Inter quos ipse progenitor noster in necessitatibus suis et triumphis expertus sepius eiusdem Apostoli presidia miraculosa, et eius accclesiae plurimum adiutus obsequiis liberalitate regia larguis eam ditavit et extulit oblationibus; et ad ultimum in eodem loco corpori suo eligens sepulturam, ei commendauit animam in aeterna retributione Domino presentandam, quem dum uixerat sibi et regno patronum elegerat. Quidam, tamen, presumptione temeraria magis quam ratione inducti, per uiolentiam corpus eius rapientes alibi condiderant, sed nos, attendentes quod nec ultima eiusque tam rationabilis fuerat uoluntas mutanda aessaet, nec orationum sibi tollenda beneficia, que celebriora apud predicti Apostoli aecclesiam quotidie exhibentur, optatam sibi restitui fecimus sepulturam et impetrauimus, auxiliante Domino et gloriosissimo eius Apostolo, quid in eius ecclesia, quia iuxta ipsius Apostoli tumbam, sub honore regio et debita reuerentia sepeliretur, exoptantes super omnia promereri ut idipsum nobis diuina clementia dignetur concedere quod ad extremi iudicii diem de loco illo apostolico corpore in ultima resurrectione sub eiusdem Apostoli presentemur intercessione”.
Se ha visto siempre en este episodio la mano oculta de la reina Urraca López de Haro, madrastra de Alfonso IX, quien habría actuado movida por un último intento -fallido a la postre- de preservar los derechos al trono de su hijo Sancho. Ese lugar donde se ocultó temporalmente el cuerpo del rey sería León, tal vez San Isidoro, bajo la custodia de los canónigos, con la cercanía de la reina, la protección proporcionada por los López de Haro y el bando castellano infiltrado entre los miembros de la antigua curia de Fernando II. Si el cuerpo se llevaba a Santiago la suerte del reino estaría ligada a la voluntad de su todopoderoso arzobispo, Pedro Suárez de Deza, y la nobleza gallega, abiertamente partidarios de Alfonso IX.
En cualquier caso, esta conspiración tuvo muy poco recorrido, pues se limitó necesariamente en el tiempo entre el 21 de enero de 1188, fecha de la muerte de Fernando II, y el 4 de mayo de ese mismo año, cuando ya se nos informa de que está sepultado con todos los honores en la catedral Santiago de Compostela junto a su madre, la reina Berenguela muerta en 1149, y a su abuelo, Raimundo de Borgoña, fallecido en 1107, esposo de la reina Urraca I.
El rastro de Alfonso IX en sus primeros días de reinado nos muestra un viaje desde Galicia hacia las tierras del sur del reino: el 14 de febrero en Burgo de Francelos de Ribadavia, 23 de marzo en Villafranca, 27 de abril en Benavente, 29 y 30 de abril en Toro y 4 de mayo en Zamora. Probablemente alguno de estos hitos tenga que ver de alguna manera con la recuperación del cuerpo de su padre y su traslado a Santiago.
El primitivo panteón de los reyes de la catedral compostelana se construyó en un espacio del brazo norte del crucero, en la conocida como capilla de San Lorenzo. En 1211 Alfonso IX entregaba el diezmo de las marcas que se le pagaban en Compostela para dotar a un presbítero que habría de celebrar una misa diaria en el altar de esta capilla recientemente construida: “in loco ubi pater meus rex domnus Fernandus, bone memorie, sepultus est altare in honorem Sancti Laurencii construxistis et statuistis ut pro animabus imperatoris, aui mei, et iam dicti patris mei, necnon parentum et auorurn meorum”. A pesar de las referencias documentales, muy poco sabemos sobe la configuración de este ámbito funerario, ni como se compartimentaba dentro del extremo del crucero.
Aquí se mantuvieron los sepulcros reales hasta que como consecuencia de una remodelación del siglo XVI, en tiempos de Carlos I, se trasladaron a su actual emplazamiento, la llamada Capilla de las Reliquias, junto a la nave sur. Cuando Ambrosio de Morales visitó la catedral en 1572 ya se había producido ese traslado. El cronista de Felipe II advirtió la falta de títulos identificativos y, por tanto, contribuyó a aumentar las reservas hoy existentes sobre sus correspondencias:
“Los Reyes que están enterrados en esta Santa Iglesia tuvieron capilla en el crucero al lado del Evangelio, detrás la puerta alta del crucero, que sale a las casas del Arzobispo; mas porque ocupaba y afeaba allí la Iglesia, y tampoco no era lugar muy honroso, el Emperador, que está en el Cielo, dio licencia que se pasasen a la capilla del Cabildo, que llaman agora de los Reyes. Todos están en sus tumbas de piedra altas, que en la otra capilla tenían repartidos a los lados del altar por este orden. Al lado del Evangelio el Rey Don Fernando de León, hijo del Emperador Don Alonso, y hermano de Don Sancho el Deseado. Cabe él está su hijo el Rey Don Alonso de León, padre del Rey Don Fernando el Santo. Las sepulturas no tienen títulos ningunos, mas entiendese ser de los Reyes ya dichos, por haberse entendido y conservado así por tradición de unos en otros”.
Hacia 1625-1630 el Panteón Real fue reformado, convirtiéndose en la actual Capilla de las Reliquias. Tiene acceso desde el vestíbulo de la nave sur por una puerta de arco mixtilíneo de sabor salmantino. Sobre ella campean las armas del linaje de los Fonseca y una calavera en la clave. Es este un espacio abovedado con influencias del gótico francés, presidido originariamente por un magnífico retablo manierista, hoy prácticamente perdido. Debió ser en este momento cuando se añadieron a cada uno de los monumentos nuevos epitafios, pero con argumentos no bien conocidos. Gil González Dávila transcribió todos los epígrafes, entre ellos el de Fernando II, en su “Teatro eclesiástico de las iglesias metropolitanas y catedrales de los reynos de las dos Castillas”, publicado en 1640:
AQUI YAZE EL REY DON FERNANDO EL
SEGVNDO DE LEON, HIJO SEGVNDO DEL
EMPERADOR DON ALONSO RAMON, Y
DE LA EMPERATRIZ DOÑA BERENGVELA,
SV PRIMERA MVGER: FALLECIO EN LA
VILLA DE BENAVENTE ERA 1226. Y MAN-
DO SEPVLTARSE EN ESTA CAPILLA,
JVNTO A SV ABVELO EL CONDE DON
RAMON DE BORGOÑA, Y SV MADRE LA
EMPERATRIZ DOÑA BERENGVELA.
El trasiego de los cuerpos de los reyes por los distintos espacios de la basílica debió dejar su huella en los monumentos funerarios. López Ferreiro dice a propósito de la imagen tradicionalmente identificada con Fernando II: “Esta estatua debió sufrir en el transcurso del tiempo graves mutilaciones. La cabeza es una restauración harto moderna y muy poco disimulada”.
Con estos epitafios de nuevo cuño, pintados sobre la piedra, y las correspondientes atribuciones permanecieron los sepulcros reales hasta el pasado siglo XX. En la actualidad unas pequeñas cartelas metálicas informan escuetamente a los visitantes sobre su identidad. Pero no han faltado propuestas de modificación de la jerarquía y prioridad cronológica de las efigies sepulcrales compostelanas. Serafín Moralejo Álvarez, basándose en criterios fundamentalmente estilísticos, propuso una revisión de la correspondencia tradicional entre sepulcros y monarcas, de forma que la escultura del yacente atribuida a Fernando II correspondería en realidad a Alfonso IX, y viceversa.
Moralejo sostenía que la apariencia más arcaica del bulto de Fernando II no era más que una regresión dentro de una “tendencia a aplastar el bulto, a potenciar el grafismo preciosista y las orlas decorativas, y a vaciar los rostros de su contenido individual”. Esta pieza, junto con la de la reina doña Berenguela, serían de una fecha próxima a 1240, y por tanto cercanas a la muerte de Alfonso IX en 1230.
En cambio, el sepulcro atribuido hasta ahora a Alfonso IX sería más próximo a los mejores momentos creativos del taller de Mateo, en particular dentro de la influencia de las figuras del Pórtico de la Gloria, pero sobre todo de las que decoraron el primitivo coro pétreo. Destaca por el vigoroso naturalismo de miembros y vestiduras, y responde con mayor fidelidad a la figura del Alfonso IX a caballo retratada en el Tumbo A de la catedral de Santiago. Así pues podría fecharse entre 1210 y 1215, coincidiendo con una reorganización del Panteón real de la que se dan algunos detalles en el documento citado en 1211. Esta reforma sería la que llegó hasta el siglo XVI, antes del traslado a su actual emplazamiento en la Capilla de las Reliquias.
Ambos bultos sepulcrales constituyen una novedosa evolución hacia el goticismo con respecto al modelo de enterramiento real y de miembros de la nobleza. Son yacijas de piedra lisas sobre las que se encuentra la estatua yacente del rey ataviado con túnica, rico manto orlado y ceñida la frente con corona real de pedrería. Su cabeza reposa sobre almohada. Se nos muestra con cabello acaracolado y la barba bien perfilada. El brazo derecho se sitúa a la altura de su cabeza, mientras que su mano izquierda, provista de anillo, se acomoda sobre el vientre. Como corresponde a un rey caballero y guerrero, sus calzas están provistas de espuelas.
Son cuerpos abandonados a la inercia del sueño, no estatuas recostadas como gran parte de las efigies sepulcrales medievales. Los difuntos aparecen ligeramente vueltos con su cabeza hacia el espectador, llevándose una mano, con un extremo del manto, a la mejilla y el otro extremo a la mano sobre el vientre. Su actitud es durmiente, como ocurre con otros asuntos de la iconografía románica (Salomón, José, María en la Natividad, etc.), pero no aplicados hasta ahora a contextos funerarios.
Esta escenografía es de alguna manera una plasmación en imágenes de los versos del bello planctus compuesto en el óbito de Fernando II. El rey duerme, en la esperanza de su vuelta a la vida: “dum mors in vitam vertitur”. Para Manuel Núñez Rodríguez es este un aspecto que recorre todo el pensamiento medieval. El rey no muere, puesto que la vida de un monarca es la de un pueblo y éste no puede vivir sin rey. De ahí la verbalización de su rostro con el gesto del sueño en el lecho que honra su memoria.